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Perdonavidas

Si usted ha leído un par de libros sobre la revolución francesa ya puede opinar en La Sexta. O eso parece, después de escuchar la noche del pasado sábado a individuos como Inda o Pérez-Reverte. Dos personajes bien diferentes, bien es cierto, unidos por la soberbia. Es evidente que saben más que los demás, que se expresan mejor que los demás, que son más cultos que los demás y, sobre todas las cosas, que tienen un don: están en posesión de la verdad. No pueden estar equivocados. Su palabra es la ley, y el populacho deberíamos agradecerles que nos ofrezcan un master cada vez que abren la boca.

¿Le gustaría ser como ellos, un triunfador audiovisual? Cite de cuando en cuando a Montesquieu, reniegue de los patéticos tuits de los demás (los suyos sin embargo son brillantes), busque cómo encajar en su discurso aquello de Agamenon y su porquero y, sobre todo, repita que la culpa de todo la tienen los ignorantes. Es decir, los otros, esa plaga de borricos en que se ha convertido el pueblo español. Gente sin biblioteca, que ignora qué es la Ilustración y cree en cosas tan vulgares como la igualdad de oportunidades o la educación pública. Cumpliendo estas sencillas reglas, y levantando el tono de voz para que nadie sospeche que está diciendo obviedades, puede perfectamente ejercer de tertuliano/periodista o periodista/académico en La Sexta.

¿Duda de su talento como farsante? ¿No se siente seguro con su discurso de mierda? No se preocupe. Lejos de apretarle las tuercas, el presentador/periodista moverá la cabeza como el perrito de la bandeja trasera de los coches y le reirá las gracias. Cuando diga que “Los colegios españoles son ahora lugares para aplastar la inteligencia e igualarla en mediocridad”, o que “Necesitamos gente con talla intelectual, moral; que tire del carro para que los que no lo son puedan ir con ellos”, el presentador/periodista pondrá cara de admiración. ¡Lo que sabe este hombre! La audiencia subirá, usted venderá sus libros de medio pelo, y todos ganaran más pasta.

La televisión, hábitat perfecto para perdonavidas y altavoz ideal para sus comentarios clasistas, es una máquina de embrutecer. El auténtico enemigo público número uno de los ciudadanos. Lo dicen Montesquieu y su porquero.

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Un motivo para NO ver la televisión

Un tal Cervantes.

Autor: Christian Lax.

Editorial: Norma.

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Regresan Cervantes y don Quijote, dos tipos que nunca se debieron marchar. Y lo hacen a ritmo de road comic, en forma de aventura de corte clásico a la norteamericana, con carreteras interminables, paisajes crepusculares, indios y motoristas y, por supuesto, violencia desenfrenada. El protagonista de la huida es Mike, Mike Cervantes, un veterano de Afganistán al que le falta un brazo y le sobra mala leche y ganas de enredar. A su lado, un rocinante con silueta de Ford Mustang y un Sancho Panza con la espalda mojada. Lo que queda de Mike regresa a Arizona y se encuentra fuera de sitio: el Estado, lejos de formar y defender a los más débiles, los embrutece y abandona. Su país le repugna, odia el sistema y no tiene ganas de negociar. Primero destroza un cajero, después unas Harley y, en medio, un puñado de huesos.

“En cinco siglos nada ha cambiado. Los chárteres que mandan a los inmigrantes a su casa, simplemente van mucho más deprisa… Podemos confiar en todos esos metodistas, fundamentalistas, adventistas, batistas y otros integristas para perpetuar la inquisición. A todos esos alegres vivales que se esfuerzan por controlar hipócritamente nuestras conciencias, podemos añadir los que celebran glotonamente el culto a la pasta. ¡Y hacen que tantos americanos se encuentren en pelotas! ¡Estamos rodeados, tío! Atenazados entre Nueva York y Las Vegas, con Wall Street al este y las máquinas tragaperras de los casinos al oeste. No faltan motivos para que surjan vocaciones quijotescas”.

La policía sigue los pasos de nuestro antisistema, un ex soldado que ha sustituido los libros de caballerías por literatura de calidad: obras de Hubert Selby, Bukowski, Fante… y por supuesto don Quijote. Mike Cervantes mantiene conversaciones con Miguel de Cervantes, de manco a manco, en la que hablan de la inquisición, de los vientos de la revuelta, de la injusticia y, por supuesto, de los libros prohibidos. Miguel y su Decamerón, Mike y El almuerzo desnudo.

“Una especie de vaqueros revolucionarios en lucha contra del orden establecido. Ese don Quijote del que habla Cervantes es, en cierta manera, su ancestro”.

Con un ritmo endiablado, buenas series de mamporros y no poca denuncia social, “Un tal Cervantes” está pidiendo a gritos convertirse en película. El malogrado Sam Shepard hubiese sido un gran Mike, y la banda sonora debería estar en manos de Steve Earle. El director debería conseguir el tono lánguido de los maravillosos dibujos, sepia y grises, y conservar gran parte del excelente guión original. Un cómic que, como todos los grandes western, habla de libertad, justicia y redención. Simplemente brillante.

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La revolución no será televisada

La noticia, un publirreportaje publicado por La Razón, me golpeó en el bajo vientre con la violencia con que lo haría la coz de una mula: Mongolia estrenaba sección en el programa de televisión Al Rojo Vivo (La Sexta). El casposo Marhuenda vendía en su panfleto gubernamental las virtudes de los peligrosos humoristas antisistema, los mismos a los que tantas veces vilipendió. Las miserias de la concentración de medios de comunicación, me dije, puesto que La Razón, La Sexta y Antena 3 están metidos en la misma cesta (cuenta corriente). El corazón me dio un vuelco. Me temblaron las carnes, la sangre dejó de circular con fluidez y un viento helado me encogió el alma. Mongolia, ¿también tú?

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Un motivo para NO ver la televisión

AK47

Autor: Michael Hodges.

Editorial: Lengua de Trapo.

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El fusil del pueblo. El arma antiimperialista. Indestructible, sencilla (se desmonta en menos de 60 segundos), con solo ocho piezas móviles, resistente a cualquier clima, barata de fabricar, fácil de manejar. Y capaz de disparar ráfagas de 650 disparos por minuto. “Milagrosamente resistente, ingeniosamente sencillo y devastadoramente efectivo”, resume el autor de este amplio y jugoso perfil del mortífero invento de Mijaíl Kaláshnikov, un instrumento capaz de cambiar tanto las reglas de la guerra como la disposición del mundo. El AK47 es un símbolo de la revolución. En las estepas de Rusia y en las junglas del centro y sur de América, en las montañas recónditas de Asia y en las trifulcas tribales de África. El Kaláshnikov es un monumento, con su cargador con forma de cuerno y su silueta inconfundible, “menos manido y más poderoso incluso que la hoz y el martillo”.

“Uno solo puede maravillarse ante un fusil de sesenta y cinco años que sigue manteniendo tal capacidad desestabilizadora… ¿Quién o, mejor dicho, qué es realmente responsable del actual estatus del AK47 como símbolo preeminente de terror y liberación, además de ser el arma ligera más extendida? ¿Es la indudable capacidad del fusil como máquina de matar? ¿Es su tecnología brillantemente sencilla y fácil de fabricar? ¿Es el incesante suministro de Kaláshnikov por Estados comunistas y poscomunistas (y, finalmente, los Estados Unidos e Israel) al tercer mundo durante más de cuatro décadas? ¿O es el poder de la iconografía revolucionaria del fusil –creada tanto por intelectuales occidentales como por revolucionarios del Tercer Mundo- y la continua propagación de esa imagen por los medios de comunicación?”.

Michael Hodges, periodista británico, ha sido capaz de escribir un libro interesante y ameno, que se lee entre la sorpresa y la pesadilla, sobre un objeto diseñado para matar. Es una lección de historia. Evita el morbo, desprecia el mundo bélico sin evitarlo, y se centra en los hombres relacionados con el arma. El inventor, los soldados, las víctimas. Historia, insisto, de una máquina perfecta en su sencillez. Un trabajo magnífico, que se lee como lo que es: un gran reportaje.

 

Me quedo con Torrente

Tras una semana con el comisario Villarejo dando por culo en todos los programas de La Sexta, no había forma de evitar ver la entrevista de Jordi Évole en “Salvados” al despreciable madero. ¿De qué otra forma se puede calificar a un tipo acusado de apuñalar a una mujer que, como coartada, asegura que en ese momento estaba con Eduardo Inda? Pues ahí le tienen, en el prime time de una televisión progresista (con permiso de sus superiores). Dando doctrina, hablando de Pujol, de Corinna o de Garzón, insultando la inteligencia del telespectador con un tono chulesco y un discurso simplemente vomitivo.

¿Por qué entrevistan a Villarejo y no a Torrente? Los dos son la caspa. La gran diferencia es que el segundo es un personaje de ficción. Repugnante, pero, insisto, de ficción. El otro formó parte del lado oscuro del Estado. Es Marca España. Y fue a la televisión no para contar nada interesante, sino para soltar quién sabe qué amenazas, para enviar algún mensaje mafioso, para lo que solo puede ser algún miserable trafullo. La tele estaba ahí para hacer el juego a un personaje infecto. Me quedo con Torrente.

Ofrecer un micrófono, una cámara, a un individuo de semejante calaña es lamentable. Y peor aún es hacerlo en nombre del periodismo, cuando el único ejercicio periodístico reseñable era preguntarle de cuando en cuando “¿Pero usted tiene pruebas de lo que está diciendo?”. Ni una jodida prueba.

Apagué la televisión, entre nauseas, cuando el policía jubilado decía algo de Garzón participando “en orgías con moritas que eran narcotraficantes”. Un puto asco de televisión.

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Un motivo para NO ver la televisión

Manifiesto Redneck.

Autor: Jim Goad.

Editorial: Dirty Works.

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¿No sabe usted qué es un redneck? ¿En serio? Pues está de suerte: el libro que hoy nos ocupa se lo explica con pelos y señales. Lea esta aproximación al personaje y rece por no verse reflejado: “Nuestra figurita recortable de redneck estereotípica, desplegable, de cartón piedra y de recortable de caja de cereales, es un Marciano Social desde todos los frentes de estereoripación racista: biológicamente (alimañas y escoria endogámica, degenerada y preña-madres); geográficamente (paletos xenófobos, subdesarrollados y rústicos que habitan entre los matorrales embutidos en tráilers); económicamente (basura pobre, descalza, desdentada e inútil que se dedica a rascar la tierra); culturalmente (trogloditas y patanes simplones, supersticiosos y palurdos) y moralmente (criaturas de pantano muy aficionadas a quemar cruces y abusar de los bebés junto a sus puercas esposas)”.

Ahora que ya sabe lo que es un redneck, corra a la librería, compre este Manifiesto, y léalo con música de Hank Willians III o de Steve’N´ Seagulls a todo volumen. Si quiere bordarlo, prepárese un aperitivo: salchichas para perro tibias y el bourbon más barato que encuentre en el Mercadona con unas gotitas de lejía. Cuando termine el libro, las salchichas y el licor podrá presumir de saber lo que se siente, y cómo se vive, en la América profunda.

Que el entrecomillado anterior no le engañe: lejos de ser un clasista cruel y resentido, Jim Goad ama profundamente a los más marginados de entre los marginados norteamericanos. Es uno de ellos. Y con este libro despiadado, realista e irónico lo que hace es mostrar el desprecio del país más poderoso del mundo por sus ciudadanos más desafortunados.

En India les considerarían “Intocables”. En en interior de Estados Unidos son rednecks, y si antes no tenían una sola oportunidad, con el nuevo gobierno ya están muertos. Goad se niega a normalizar esa marginación social, a asumir ese desprecio clasista, y lucha con su mejor arma: la literatura. Se considera “un arqueólogo cultural, un excavador de basura”, y tiene clara la meta: “follaros con el puño de los hechos”. Prueba conseguida. “Manifiesto Redneck” es un trabajo serio y documentado, siempre ameno y en ocasiones hasta divertido, que analiza mazo en mano y con precisión antropológica. a los grandes perdedores del país de Donald Trump. Demoledor.

 

El reality me mata

“Cualquier error que cometas puede poner en peligro tu vida”, dice una voz profunda en prime time. No es un mando del ejército de Estados Unidos en Irak. Ni el jefe de la unidad antiterrorista británica dirigiéndose a sus policías. Es un presentador de La Sexta durante un reality de supervivencia llamado “La isla”: a un concursante le ha picado un pez veneneoso en un pie y tienen que evacuarlo en helicóptero.

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La web de La Sexta se regodea en la tragedia: “empieza a experimentar parálisis en gran parte de su cuerpo”. La grandeza de este reality es algo surrealista, el concursante puede morir, que venden con insolito descaro: no es un teatrillo, en este programa realmente puede perder la vida alguna persona. “Pues hay que ser gilipollas para participar en semejante programa”, dirá el telespectador con dos dedos de frente. Efectivamente. Vivimos en un mundo de mierda, en el que una bomba te puede destrozar al salir del fútbol, un terrorista te puede atropellar o apuñalar cuando paseas por la calle, o una enfermedad traicionera te puede matar en unos meses. ¿Qué necesidad tenemos de irnos a una isla, con otros cuantos necios (concursantes), para pasar hambre y miserias? No hay que ser muy listo para darse cuenta de que están haciendo un burdo ejercicio de exhibicionismo, al tiempo que un puñado de ejecutivos se forra sin moverse de sus despachos.

En este tipo de realitys, como en los debates políticos de la misma cadena, el listón tiene que estar cada vez más alto. El telespectador exige sangre, más sangre, cada día una dosis mayor. Así que de la misma forma en que los insultos y las mentiras de Inda y Marhuenda tienen que ser cada vez más chuscos, el riesgo que corren los concursantes de “La Isla” debe ser mayor. O parecerlo, que uno ya no sabe qué es verdad o mentira en esto de la televisión comercial sin escrúpulos.

Tarde o temprano tendrá que morir algún concursante. Será la guinda. Lo pide a gritos el seguidor de este programa de auténtica supervivencia. De la misma forma que un cruce de puñetazos entre el director de La Razón y un líder de Podemos (tendría que ser Echenique para que el combate resultase igualado), convertiría “La Sexta Noche” en un programa de leyenda. Televisión inteligente para espectadores descerebrados.

 

Un motivo para NO ver la televisión

El cumpleaños de Kim Jong-il.

Autores: Aurélien Ducoudray y Mélanie Allang.

Editorial: Astiberri.

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Justo cuando termino de leer “El cumpleaños de Kim Jong-il” y me dispongo a escribir esta reseña, la radio escupe una noticia inquietante: “Corea del Norte lanza múltiples misiles, que podrían ser proyectiles antibuque, al mar de Japón”. El cómic de Ducoudray y Allang es historia, la de un país oscuro y terrorífico, pero tambien actualidad: leer esta obra emocionante y melancólica nos ayuda a entender la vida bajo el yugo de un régimen dictatorial, inhumano.

El protagonista de “El cumpleaños de Kim Jong-il” es Jun Sang, un niño de 8 años con un alto cargo: jefe de las juventudes patrióticas de su barrio. Ni más ni menos. Aunque él prefiere resaltar otro rasgo de su vida: nació el mismo día que Kim Jong-il, su querido líder, junto a Kim Il-sung, padre de este último, las personas más importantes de la República Popular Democrática de Corea del Norte. Más que su padre y su madre, más que su futuro y sus esperanzas, más que su propia vida.

La patria como trampa mortal, como ausencia de futuro, como excusa para aniquilar al ciudadano, para ahogar el pensamiento y negar la inteligencia. La vida no vale nada en un país en el que sus habitantes no pueden tener ideas propias: los padres de nuestro protagonista intentan escapar de ese encierro físico e intelectual. Huyen a China. Y sufren una miseria no muy diferente. El viaje hacia la libertad debe continuar. Y lo hace a lo grande, en una recta final palpitante, solidaria. Un guión descarnado y triste, y un dibujo sobrio basado en los grises, construyen una historia simplemente conmovedora. Es la triste actualidad olvidada.

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