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Hiena come perro

Enciendo la televisión a las ocho y media de la mañana y me encuentro con un carnívoro carroñero de la peor calaña. ¿Sintonizo el canal National Geographic? ¿Se trata de la enésima reposición del clásico leones versus hienas rodado en Botsuana por el matrimonio Joubert? No, Antena 3. Gruñendo a la madrugadora Susanna Griso se encuentra Rafael Hernando, portavoz del Partido Popular en el Congreso, el camorrista contratado por Mariano Rajoy para rebajar el nivel de la política, para ladrar en discusiones tabernarias y morder en peleas en el barro. Trajeado y encorbatado Hernando no parece el macarra que es. A estas alturas ya deberíamos saber que las apariencias engañan, y que hay hienas que visten de Armani.

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“Hablamos con Rafa Hernando”, dice el rótulo del programa “Un café con Susanna”. ¿Rafa? El invitado comienza hablando de negociaciones, de reformas, de vetos e ideologías, de presupuestos, del eslogan y la pancarta, de ese sistema de bienestar que llevan años intentando destruir… Es imposible creerle una sola frase, admitir su hipocresía ultra, no sentir nauseas ante su sonrisa cínica. Políticamente hablando, Hernando es un especialista. Y como tal, pasará a la historia de la política española por su gran hazaña: intentar calzarle una hostia a Rubalcaba.

Despertarse con Hernando es un puto asco. Prefiero una resaca de patxarán, Anís del Mono y Jack Daniels que escuchar a este individuo decir que “ya hay bastante crispación social, ayudemos a rebajarla”. Griso no puede evitarlo: “No se si es usted la persona más adecuada para hablar de mesura”, dice, justo antes de recuperar las palabras de Hernando sobre la muerte de Rita Barberá. Suenan de nuevo sus ladridos acusando a los medios del trato que recibió la ex alcaldesa, abandonada a su suerte por Rajoy sus secuaces: “Si en el PP hemos hecho algo malo ha sido inducidos por algunos medios de comunicación”, sentencia.

Hernando habla entonces de cainismo. Y de Podemos: “Esta gente solo quiere que se hable de ellos. No se han leído ni las leyes ni la Constitución y van con el eslogan y la pancarta”. Y de corrupción. “Antes no pasaba nada, y ahora resulta que todo el mundo es corrupto. Tolerancia cero. Nosotros hemos hecho que los corruptos devuelvan hasta el último duro, incluso con su patrimonio”, dice, con dos cojones, llamando idiotas a los telespectadores, el compañero de partido de un Luis Bárcenas que, en ese momento, quizá estaba desayunando en su casa unos huevos benedictine regados con Moët & Chandon.

Un motivo para NO ver la televisión

Palos de ciego.

Autor: El Irra.

Editorial: Astiberri.

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No es este un tebeo para pusilánimes en busca de un rato de entretenimiento superficial, de un cómic con el que desconectar y entretenerse. “Palos de ciego” te golpea en las tripas en la primera página y, cuando llegas a la última, tienes la sensación de haberle aguantado diez asaltos a Mick Tyson. Bueno, mejor a Poli Díaz. Por el carácter barriobajero, a veces marginal, de una historia que revuelve las entrañas.

El extrarradio de Sevilla. Circulan viejos coches conducidos por tipos sin carnet, los bares están vacíos, suenan Bambino, Triana, Nino Bravo… Un chaval lía un porro, otro se mete una raya, al fondo alguien pasea un gorrino atado a una cuerda. En este barrio, La Esquina del Gato, y con esta gente, intenta vivir Jesús, un chaval que se ha quedado escuchimizado y solo quiere rehacer su vida. Junto a su padre, junto a su abuela, y con Irene, su antigua novia (ahora puta), como compañera de viaje. Pero nada es fácil, nada sale gratis, en un lugar marcado por el odio.

“Entre las doce y la una anda la mala fortuna.

¿Ya empezamos?

Ya sabes, mi madre siempre me lo repetía una y otra vez de chico.

Ya. Pues mi madre tan solo me enseñó una cosa… Que al hombre solo hay que enseñarle medio chocho”.

Cuando el reto es sobrevivir no se hacen prisioneros. Jesús tiene amigos, pero lo que necesita es un trabajo. Pero no hay trabajos que merezcan ese nombre. Como en la España actual, en esos lugares y para esas gentes. “Palos de ciego” recuerda al cine quinqui, por el ambiente. Y a los flamencos gitanos, por la energía desgarradora. La realidad urbana y popular de una época, de una gente, con sus propios códigos de honor, su sabiduría callejera y sus personajes característicos.

“Es muy triste, pero el trabajo es lo único que le queda al pobre. Lo único sagrado que tenemos. Lo único que nos mantiene alejados de los malos pensamientos. Y los malos hábitos. Lo único que nos mantiene cuerdos ante el monstruo de la rutina y las costumbres”.

El Irra juega hábilmente con todos estos elementos. Crea una estética gráfica, rojos sangre y negros muertos, líneas duras, con personajes a medio camino entre el Vaquilla y Makinavaja que te agarran por el cuello desde las viñetas iniciales y te sacuden, al ritmo de una canción de Burning o de La Paquera de Jerez, hasta sacarte los higadillos. Un cómic duro e inquietante, difícil de digerir y de olvidar, con una portada simplemente perfecta.

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Chuloputas

Ha muerto Cristina Ortiz. La Veneno, uno de los símbolos de la telebasura en España. En su cadáver podemos ver reflejado lo más triste, lo más sórdido y lo peor, de la televisión: la explotación de débiles e indefensos para regocijo del telespectador zafio, y para el enriquecimiento de empresas sin escrúpulos y comunicadores sin vergüenza. Recuerde cómo la paseaba Pepe Navarro por los platós de Telecinco (“Esta noche cruzamos el Mississippi”) y Antena 3 (“La sonrisa del pelícano”). De la misma forma en que cien años antes se exhibían los monstruos de feria por los pueblos de la América profunda.

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Ha fallecido la Veneno y, como era de esperar, ni siquiera muerta ha recibido el mínimo respeto. En “Sálvame Deluxe” (Telecinco) montaron un programa homenaje que se convirtió en el habitual circo, con invitados a la gresca y dosis ingentes de morbo y malos modos. Ni la prensa supuestamente más seria a la hora de informar fue capaz de mantener las formas: “Segunda autopsia a La Veneno. Según un hermano, hay indicios de crimen”, titulaba El Español dentro de un seguimiento siniestro que aún no ha terminado: “Yo no la maté, nunca le puse una mano encima”, aseguraba ayer mismo el novio de “la vedette” en el diario de Pedro J.

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La Veneno fue una víctima. Seguramente de la sociedad. Sin duda alguna de la televisión. Como prostituta llevó una vida sórdida, que la pequeña pantalla se encargó de airear, amplificar y rentabilizar. Desconozco si La Veneno tuvo proxeneta durante su trabajo callejero, pero todos conocemos los nombres y apellidos de las empresas e individuos que la chulearon cuando comenzó a aparecer en pantalla.

La Veneno ha muerto. Sus chulos siguen vivos y en activo.

Un motivo para NO ver la televisión

El hombre que estuvo allí.

Autor: George Plimpton.

Editorial: Contra.

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Cuando usted ve en televisión programas donde los presentadores viven durante algún tiempo en las circunstancias de la noticia, yo fui prostituta una semana, piense que se trata de una mala copia de una vieja técnica periodística. Es solo una burda adaptación televisiva del periodismo participativo que practicaba George Plimpton, escritor y reportero neoyorkino, en los años sesenta.

“Era bastante evidente que el periodismo participativo podía extenderse más allá del mundo de los deportes. Hice varias participaciones de este tipo, algunas para documentales de televisión de una hora: interpretar un pequeño papel en una película del Oeste protagonizada por John Wayne, probar de monologuista, (en el Caesar Palace de Las Vegas), practicar la fotografía de la fauna silvestre en África, actuar en el circo Clude Beatty-Cole Brothers de trapecista, llamado por mis compañeros ´el poste eléctrico volante`”.

Plimpton era un profesional apasionado que se implicaba a fondo en sus reportajes: jugó al fútbol americano con los Detroit Lions; boxeó, en un combate de exhibición, ante espectadores tan ilustres como Peter Matthiessen; jugó a la herradura con el mismísimo George Bush (padre). Y tuvo tiempo para escribir sobre lugares célebres, como el restaurante Elaine´s (refugió de escritores y escenario de un peculiar caso de canibalismo), trazar algunas necrológicas memorables (el pirotécnico Jimmy Grucci o su propio padre), o bordar los perfiles de Ali, Warren Beatty, Norman Mailer o Hunter S Thompson.

“Norman Mailer hablaba de Hunter Thompson con algo de desdén. Pensaba que era demasiado fácil complacer a los seguidores de Thomson. Era como jugar al tenis sin red. Los lectores de Thompson no tenían ningún interés en el evento –ya fuera la Super Bowl, la política o el combate por el título en Zaire-, sino solo en cómo afectaba el evento al autor”.

Plimpton, el informador, escribía como los ángeles. Pero disfrutaba convirtiéndose en parte de la noticia. Algo que no está demasiado bien visto entre los profesionales más serios. Pero que hay que perdonar en el caso de nuestro hombre: Plimpton tiene un talento descomunal, que utiliza para practicar un periodismo total, que puede ser muy serio en un párrafo y absolutamente tronchante en el siguiente. El lector perdona su intromisión en la noticia cada vez que le arranca una carcajada.

“Al final resultó que una parte de los aplausos era de gente que había disfrutado de los aspectos cómicos de mi intervención. No pocos pensaron que estaba entreteniéndolos un cómico profesional en la tradición de Al Schacht en el béisbol, o de los Charlie Chaplins, los payasos de las corridas de toros. Bud Erickson, el responsable de relaciones públicas, me dijo que se le había acercado un amigo suyo para felicitarle: “Bud, ha sido la hostia de divertido… Ese tío es buenísimo”, dijo aquel hombre, casi incapaz de controlarse”.

Un libro sorprendente, puesto que ofrece en una sola dosis periodismo de diferentes pelajes. Y sin un solo chirrido. El autor escribe de maravilla, puede ser preciso y hasta minucioso, es capaz de documentarse en profundidad y describir con maestría a un personaje, un acontecimiento o un simple encuentro entre colegas. Pero también puede ser irónico, cínico y profundamente divertido. No hay muchos periodistas en la historia capaces de tocar con grandeza y credibilidad todos estos palos.

Ciudadanos de a pie

Felipe Juan Froilán de Todos los Santos de Marichalar y Borbón ha concedido, nada más cumplir los 18 años, su primera entrevista a una televisión. Por fin: ¡Los ciudadanos estábamos en ascuas! ¿Sería capaz de superar la losa genética y enlazar palabras hasta completar frases comprensibles? El mérito periodístico es de “Espejo público”, el programa de Susanna Griso en Antena 3. Un espacio televisivo de gran compromiso tanto social como informativo, capaz de ofrecer su exclusiva con Froilán (permítanme resumir su noble nombre) entre las declaraciones del padre de una niña desparecida y las opiniones de Cayetano Martínez de Irujo, su flamante nuevo fichaje como analista político.

¿De qué habló Froilán el día en que abrió su real boquita? ¿Quizá de los problemas de la juventud, un drama en este país líder en abandono escolar? ¿O tal vez de pobreza infantil? ¿Del aumento de los desahucios de vivienda habitual en las últimas semanas? No, no y no. El bueno de Froilán ha querido pasar a la historia por dedicar sus primeras palabras televisivas a defender la tauromaquia: “Espero se sigan respetando las fiestas nacionales”, dijo el chaval que se había pegado otro tiro en el pie.

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Mucho le gustan a estos Borbones los animales muertos. Recuerden las fotos del abuelo con el elefante y con el oso. Normal. La monarquía y los toros viven existencias paralelas: son dos fenómenos casposos que se están extinguiendo por su propio peso, como costumbres prehistóricas que son. Agonizan de puro rancio, lenta pero inexorablemente. No les vendría mal un empujoncito. En eso estamos.

P.D.

Y hablando de pies… ¿Qué me dice usted del nuevo tertuliano político de Antena 3? Sí, Cayetano Martínez de Irujo. “Voy a dar mi opinión como ciudadano de a pie”, dijo el tipo que igual está brincando sobre el lomo de un purasangre que gestionando los tres millones de euros que recibió su familia de la PAC en 2014. ¿Le imaginan hablando del paro, de la pobreza energética, de Podemos o de los contratos basura? Como ciudadano de a pie, digo. Y luego aseguran que la telebasura no existe…

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El caso Diana Quer

El diario El País advierte en portada que “la policía y los vecinos de A Pobra se quejan de la explotación del drama”. Se refieren al caso de Diana Quer, la joven desaparecida en Galicia. Para demostrar que han entendido el problema, los de Cebrián envían a uno de sus mejores reporteros e incluyen en primera página una gran foto de la batida realizada por guardia civil y voluntarios. El drama lo explotan otros, lo nuestro es periodismo.

Las televisiones no es que exploten el drama, es que se están forrando. Si usted es tan inconsciente como para sintonizar durante la semana las mañanas de Antena 3 o Telecinco, cadenas estrellas del duopolio audiovisual español, es posible que sienta vergüenza y asco en proporciones similares. La primera abrió su informativo de mediodía del pasado jueves con la noticia, en la que no había novedades, y le dedicó 15 minutos. Después, la actualidad política: Rajoy fracasa en su investidura. Cuentan una historia que no es nueva, que hemos vivido con cada una de las tragedias de similares características que ha sufrido el país. Desde Rocío Wanninkhof a las niñas de Alcácer. Porque vivimos en un país con miles de desaparecidos. Algunos muy recientes, otros no tanto.

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Es nuestro carácter. La España negra. Cotilla y morbosa. Ignorante y retorcida. “Los Quer, la pudiente familia de Diana que estalló tras el divorcio”, titula Pedro J en la portada de su fancine digital. Y se lanzan a husmear entre las miserias de la familia: “El padre y la madre colmaban de caprichos a sus hijas…”. Y así todos, con mayor o menos discreción, con más o menos descaro, sin decoro ni prudencia. Una y otra vez.

No escarmentamos, no aprendemos, no mejoramos. Vivimos en una sociedad enfermiza que se divierte torturando animales, que añora El Caso y que susurra en la oreja secretos inventados. Un baldío, carne de tanatorio, de viuda negra y de fosas comunes. La España palurda en la que cada ciudadano consume al día 3 horas y 54 minutos de televisión. La España de la que, de alguna manera, habló en el Congreso Gabriel Rufián

Un motivo para NO ver la televisión

Me llamo Lucy Barton.

Autora: Elizabeth Strout.

Editorial: Duomo.

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La sencillez de la literatura de Elizabeth Strout, escritora norteamericana que ya sabe lo que es ganar un Pulitzer, es apabullante. El lector no encontrará un solo motivo para sobresaltarse, esa alharaca efectista, pero tendrá numerosas ocasiones para emocionarse. Contar sin aspavientos una historia humilde, madre e hija charlando durante cinco días en una habitación de hospital, no es fácil, sobre todo cuando el resultado final resulta tan conmovedor. Strout sabe lo que hace, lo que quiere contar, y lo escribe con asombrosa naturalidad.

“Supongo que no dije nada porque estaba haciendo lo que he hecho la mayor parte de mi vida, disimular los errores de los demás cuando no saben que se han puesto en evidencia. Creo que lo hago porque muchas veces podría ser yo. Todavía sé reconocer, vagamente, cuándo me he puesto en evidencia, y es algo que siempre me devuelve la sensación de la infancia, que faltaban enormes fragmentos de conocimiento del mundo que nunca podrán reemplazarse. Sin embargo, lo hago por los demás, como noto que los demás lo hacen por mí. Y por eso pienso que lo hice por mi madre aquel día. ¿Quién no se habría incorporado y habría dicho: es que no te acuerdas, mamá?”.

Strout escribe sobre las personas. Madre e hija se reencuentran en circunstancias complicadas tras una vida en la que no han estado muy unidas. La madre parece haber tenido serios problemas para mostrar sus sentimientos, para ser cariñosa, para ejercer de madre. La hija arrastra esos pecados, trata de superar el dolor y lucha por recuperar el tiempo perdido. Su amor es tan fuerte como áspero, sus relaciones tan frías como sinceras. Los díalogos pertenecen, muchas veces, a unos extraños. Condenados, eso sí, a entenderse, a quererse.

“¿En qué consiste su trabajo como escritora de ficción?, preguntó el bibliotecario, y ella dijo que su trabajo como escritora de ficción consistía en dar a conocer la condición humana, en contarnos quiénes somos, qué pensamos y qué hacemos”.

“Esta también es una historia de Nueva York”, escribe Strout en un momento, como de pasada. Y es cierto. También es una historia sobre la Gran Manzana. Pero sobre todo es una pequeña gran historia sobre la capacidad de redención, el poder sobrenatural de la sangre, la fuerza cicatrizante del paso del tiempo y la necesidad ineludible de comprender, aceptar y perdonar.