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Con Z de zoquete

 “Me muero de pena”, reconoció Mercedes Milá cuando supo que las audiencias de la última edición de “Gran Hermano”, con Jorge Javier Vázquez sustituyéndola como presentadora, habían bajado de manera preocupante. Milá protagonizó en ese programa momentos memorables, que pasarán con letras doradas a la historia de la telebasura: chilló como una loca, se vistió como una grulla, enseñó las bragas, se tocó los pechos, criticó a los compañeros… En un momento de lucidez incluso aseguró avergonzarse de trabajar en Telecinco.

Pantomimas. La histriónica y egocéntrica Milá se forró presentando “Gran Hermano”, programa que parecía diseñado a su medida. Los ignorantes son dóciles: “Gran Hermano” ha sometido a sus concursantes a pruebas de cultura general para, imagino, garantizar su bajo nivel intelectual: “Ramón y Cajal ¿es una o dos personas?” era una pregunta de ese test.

“Me quedé muy triste, por una parte, y muy cabreada por otra. ¿Qué necesidad hay de dejar en ridículo a una gente que, ya de por sí, todo el mundo les pone en ridículo?”, respondió Milá a Dani Mateo en una entrevista sobre el tema. “Ellos, ya de por sí, en muchos momentos -y ahí está su generosidad y valentía-, se ponen en ridículo frente a las cámaras para que nos lo pasemos de puta madre los demás. Entonces nosotros, productores del programa, no hacemos más que descojonarnos con una lista que haga que se ría más la gente: pues muy mal”.

Arrepentida sin duda de haber estado durante 15 temporadas al frente de la máquina de embrutecimiento más grande de España, Mercedes Milá ha decidido dar un giro de 180 grados a su carrera. De una cadena líder, pasa a una invisible. De una super producción y un sueldo de ensueño, a un trabajo de aficionados sin apenas medios. De prohibir los libros en la casa de Telecinco, a presentar un programa literario: “Convénzeme” (Be Mad). Con Z de Zweig, no se lo pierda.

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Demasiado tarde. Quince años presentando “Gran Hermano” te convierten en el enemigo público de los ciudadanos de este país. ¿Imagina el daño que ha hecho este programa a la sociedad española? Ni José Ignacio Wert ha trabajado tan duro por acabar con la cultura, la inteligencia y el conocimiento en España.

Ni programa de libros ni hostias. No hay posibilidad de perdón. Ni de redención. No hay manera de pagar el daño que ha hecho en estos quince años. Debería intervenir la justicia. Una ley tendría que obligar a la autora de “Lo que me sale del bolo” (Espasa) a mantenerse alejada de los platós de televisión, armas de destrucción masiva en sus manos.

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P.D.

El vídeo de Rufián bajándose de un coche oficial… no existe. “Sí, pero donde las dan las toman”, dijo el diputado socialista Miguel Ángel Heredia que acusó al portavoz de ERC de usar coche oficial pese a que dijo que renunciaría a él.

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Un motivo para NO ver la televisión

La vida.

Autor: Tyto Alba.

Editorial: Astiberri.

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La vida de Pablo Picasso fue un cúmulo de pasiones, tristezas y excesos. El catalán Tyto Alba asume el guión y el dibujo en una historia triste, la de la amistad entre el pintor y su amigo Carles Casagemas. Dos artistas jóvenes que sobreviven en una España patética y se estrellan contra su sueño: el París de comienzos del siglo XX, donde las mujeres son libres, los mecenas esperan en cada taberna y en las buhardillas hace un frío de mil demonios.

“Aprovecha para dibujar todo esto. Cuando volvamos de París nos va a parecer insignificante. Eso si volvemos, claro… Además, allí ni siquiera hace falta irse de putas, ya verás…”.

Pablo y Carles son inseparables. Juntos pintan, pasan miserias y visitan burdeles. Juntos piensan en el futuro que les espera en la capital francesa, donde esperan encontrar un paraíso liberal y artístico, y juntos emprenden un viaje que cambiará sus vidas. Y sus obras. Picasso comienza a destacar, su obra se mueve, él mantiene su cerebro en ebullición. Entre tanto, Casagemas se enamora de la mujer equivocada. Tiempos grises enturbian su vieja amistad. Mientras la vida de este último vira a negro, la pintura de Picasso inicia su etapa azul.

“Me gustaría tener un estilo propio y reconocible. Siempre me han criticado eso. Parece que estoy imitando a todos… Supongo que soy muy joven. Pero me gustaría dejar de dar tumbos… A veces siento que no sólo imito a los pintores que me gustan, sino que incluso trato de transformarme en ellos para saber cual era su proceso de trabajo”.

Alba cuenta de maravilla la historia de una amistad dolorosa. Y lo hace con dos elementos perfectamente engarzados: un guión sencillo repleto de sutiles detalles, brochazos de pasión, y un dibujo eficaz y sincero coloreado de manera exquisita, pinceladas de emoción. El resultado es conmovedor. Un pequeño gran episodio en la historia del arte. Y de las amistades sombrías y trágicas.

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Chuloputas

Ha muerto Cristina Ortiz. La Veneno, uno de los símbolos de la telebasura en España. En su cadáver podemos ver reflejado lo más triste, lo más sórdido y lo peor, de la televisión: la explotación de débiles e indefensos para regocijo del telespectador zafio, y para el enriquecimiento de empresas sin escrúpulos y comunicadores sin vergüenza. Recuerde cómo la paseaba Pepe Navarro por los platós de Telecinco (“Esta noche cruzamos el Mississippi”) y Antena 3 (“La sonrisa del pelícano”). De la misma forma en que cien años antes se exhibían los monstruos de feria por los pueblos de la América profunda.

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Ha fallecido la Veneno y, como era de esperar, ni siquiera muerta ha recibido el mínimo respeto. En “Sálvame Deluxe” (Telecinco) montaron un programa homenaje que se convirtió en el habitual circo, con invitados a la gresca y dosis ingentes de morbo y malos modos. Ni la prensa supuestamente más seria a la hora de informar fue capaz de mantener las formas: “Segunda autopsia a La Veneno. Según un hermano, hay indicios de crimen”, titulaba El Español dentro de un seguimiento siniestro que aún no ha terminado: “Yo no la maté, nunca le puse una mano encima”, aseguraba ayer mismo el novio de “la vedette” en el diario de Pedro J.

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La Veneno fue una víctima. Seguramente de la sociedad. Sin duda alguna de la televisión. Como prostituta llevó una vida sórdida, que la pequeña pantalla se encargó de airear, amplificar y rentabilizar. Desconozco si La Veneno tuvo proxeneta durante su trabajo callejero, pero todos conocemos los nombres y apellidos de las empresas e individuos que la chulearon cuando comenzó a aparecer en pantalla.

La Veneno ha muerto. Sus chulos siguen vivos y en activo.

Un motivo para NO ver la televisión

El hombre que estuvo allí.

Autor: George Plimpton.

Editorial: Contra.

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Cuando usted ve en televisión programas donde los presentadores viven durante algún tiempo en las circunstancias de la noticia, yo fui prostituta una semana, piense que se trata de una mala copia de una vieja técnica periodística. Es solo una burda adaptación televisiva del periodismo participativo que practicaba George Plimpton, escritor y reportero neoyorkino, en los años sesenta.

“Era bastante evidente que el periodismo participativo podía extenderse más allá del mundo de los deportes. Hice varias participaciones de este tipo, algunas para documentales de televisión de una hora: interpretar un pequeño papel en una película del Oeste protagonizada por John Wayne, probar de monologuista, (en el Caesar Palace de Las Vegas), practicar la fotografía de la fauna silvestre en África, actuar en el circo Clude Beatty-Cole Brothers de trapecista, llamado por mis compañeros ´el poste eléctrico volante`”.

Plimpton era un profesional apasionado que se implicaba a fondo en sus reportajes: jugó al fútbol americano con los Detroit Lions; boxeó, en un combate de exhibición, ante espectadores tan ilustres como Peter Matthiessen; jugó a la herradura con el mismísimo George Bush (padre). Y tuvo tiempo para escribir sobre lugares célebres, como el restaurante Elaine´s (refugió de escritores y escenario de un peculiar caso de canibalismo), trazar algunas necrológicas memorables (el pirotécnico Jimmy Grucci o su propio padre), o bordar los perfiles de Ali, Warren Beatty, Norman Mailer o Hunter S Thompson.

“Norman Mailer hablaba de Hunter Thompson con algo de desdén. Pensaba que era demasiado fácil complacer a los seguidores de Thomson. Era como jugar al tenis sin red. Los lectores de Thompson no tenían ningún interés en el evento –ya fuera la Super Bowl, la política o el combate por el título en Zaire-, sino solo en cómo afectaba el evento al autor”.

Plimpton, el informador, escribía como los ángeles. Pero disfrutaba convirtiéndose en parte de la noticia. Algo que no está demasiado bien visto entre los profesionales más serios. Pero que hay que perdonar en el caso de nuestro hombre: Plimpton tiene un talento descomunal, que utiliza para practicar un periodismo total, que puede ser muy serio en un párrafo y absolutamente tronchante en el siguiente. El lector perdona su intromisión en la noticia cada vez que le arranca una carcajada.

“Al final resultó que una parte de los aplausos era de gente que había disfrutado de los aspectos cómicos de mi intervención. No pocos pensaron que estaba entreteniéndolos un cómico profesional en la tradición de Al Schacht en el béisbol, o de los Charlie Chaplins, los payasos de las corridas de toros. Bud Erickson, el responsable de relaciones públicas, me dijo que se le había acercado un amigo suyo para felicitarle: “Bud, ha sido la hostia de divertido… Ese tío es buenísimo”, dijo aquel hombre, casi incapaz de controlarse”.

Un libro sorprendente, puesto que ofrece en una sola dosis periodismo de diferentes pelajes. Y sin un solo chirrido. El autor escribe de maravilla, puede ser preciso y hasta minucioso, es capaz de documentarse en profundidad y describir con maestría a un personaje, un acontecimiento o un simple encuentro entre colegas. Pero también puede ser irónico, cínico y profundamente divertido. No hay muchos periodistas en la historia capaces de tocar con grandeza y credibilidad todos estos palos.

Hermano Ortega

Anoche arrancó la 17 edición de Gran Hermano. Y es que no todo van a ser malas noticias en esta España desgobernada: regresan los gandules analfabetos a Telecinco, capitaneados ahora por Jorge Javier Vázquez, se casa por todo lo alto Rociíto Carrasco y el hombre más rico del mundo es, con dos cojones, ¡un español! Como usted y como yo, cagüen la leche. Amancio Ortega. Sí hombre, el de Zara. El de la fundación esa. El más grande de nuestros hermanos. ¡Levante la cabeza con orgullo, coño, que como Ortega también usted es español, español, español! No todo está perdido en el país del turismo low cost, la corrupción generalizada y los 100.000 muertos en las cunetas.

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“17 valientes entran en la casa de Guadalix de la Sierra… Más de un millón de almas ha querido estar en la piel de esos afortunados”, asegura el sustituto de Mercedes Milá al frente del programa que simboliza la telebasura. El espacio estrella de Telecinco. Un millón de personas han intentado entrar en Gran Hermano, esa jaula de primates escasamente evolucionados en la que están prohibidos los libros, los buenos modales y los ejercicios neuronales.

Jorge Javier Vázquez, el nuevo presentador, la estrella de Telecinco, es un conocido animalista. Bien por sus reivindicaciones: “Es demencial que el rey y la infanta Elena vayan a los toros”. Y bien por sus reportajes en esa África salvaje donde impera la ley de la jungla. No se pierda el viaje por Tanzania de nuestro presentador más popular, en exclusiva para National Geographic

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¿He dicho National Geographic? Perdón, en exclusiva para Lecturas. Aunque debemos reconocer que sería digno merecedor de portada de la revista del marco amarillo un reportaje sobre “animales macrobióticos” que “no se alimentaran entre ellos”.

Gran Hermano nos acerca a Lecturas y nos aleja de National Geographic. Así es la máquina de embrutecer (la televisión) de insistente y despiadada. Diecisiete ediciones ofreciendo ocio de la peor calidad, diecisiete años haciendo a los telespectadores peores personas, diecisiete temporadas burlándose de una Ley de Televisión Privada que habla, no se ría usted, de “un servicio público esencial”.

Menos mal que a los españoles aún nos quedan algunas satisfacciones. Ver a Amancio Ortega, un hispano, un hermano, en la cumbre de la cadena trófica, es una de ellas.

Llegar a rico me costó lo vuestro (por El Roto)

 

El caso Diana Quer

El diario El País advierte en portada que “la policía y los vecinos de A Pobra se quejan de la explotación del drama”. Se refieren al caso de Diana Quer, la joven desaparecida en Galicia. Para demostrar que han entendido el problema, los de Cebrián envían a uno de sus mejores reporteros e incluyen en primera página una gran foto de la batida realizada por guardia civil y voluntarios. El drama lo explotan otros, lo nuestro es periodismo.

Las televisiones no es que exploten el drama, es que se están forrando. Si usted es tan inconsciente como para sintonizar durante la semana las mañanas de Antena 3 o Telecinco, cadenas estrellas del duopolio audiovisual español, es posible que sienta vergüenza y asco en proporciones similares. La primera abrió su informativo de mediodía del pasado jueves con la noticia, en la que no había novedades, y le dedicó 15 minutos. Después, la actualidad política: Rajoy fracasa en su investidura. Cuentan una historia que no es nueva, que hemos vivido con cada una de las tragedias de similares características que ha sufrido el país. Desde Rocío Wanninkhof a las niñas de Alcácer. Porque vivimos en un país con miles de desaparecidos. Algunos muy recientes, otros no tanto.

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Es nuestro carácter. La España negra. Cotilla y morbosa. Ignorante y retorcida. “Los Quer, la pudiente familia de Diana que estalló tras el divorcio”, titula Pedro J en la portada de su fancine digital. Y se lanzan a husmear entre las miserias de la familia: “El padre y la madre colmaban de caprichos a sus hijas…”. Y así todos, con mayor o menos discreción, con más o menos descaro, sin decoro ni prudencia. Una y otra vez.

No escarmentamos, no aprendemos, no mejoramos. Vivimos en una sociedad enfermiza que se divierte torturando animales, que añora El Caso y que susurra en la oreja secretos inventados. Un baldío, carne de tanatorio, de viuda negra y de fosas comunes. La España palurda en la que cada ciudadano consume al día 3 horas y 54 minutos de televisión. La España de la que, de alguna manera, habló en el Congreso Gabriel Rufián

Un motivo para NO ver la televisión

Me llamo Lucy Barton.

Autora: Elizabeth Strout.

Editorial: Duomo.

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La sencillez de la literatura de Elizabeth Strout, escritora norteamericana que ya sabe lo que es ganar un Pulitzer, es apabullante. El lector no encontrará un solo motivo para sobresaltarse, esa alharaca efectista, pero tendrá numerosas ocasiones para emocionarse. Contar sin aspavientos una historia humilde, madre e hija charlando durante cinco días en una habitación de hospital, no es fácil, sobre todo cuando el resultado final resulta tan conmovedor. Strout sabe lo que hace, lo que quiere contar, y lo escribe con asombrosa naturalidad.

“Supongo que no dije nada porque estaba haciendo lo que he hecho la mayor parte de mi vida, disimular los errores de los demás cuando no saben que se han puesto en evidencia. Creo que lo hago porque muchas veces podría ser yo. Todavía sé reconocer, vagamente, cuándo me he puesto en evidencia, y es algo que siempre me devuelve la sensación de la infancia, que faltaban enormes fragmentos de conocimiento del mundo que nunca podrán reemplazarse. Sin embargo, lo hago por los demás, como noto que los demás lo hacen por mí. Y por eso pienso que lo hice por mi madre aquel día. ¿Quién no se habría incorporado y habría dicho: es que no te acuerdas, mamá?”.

Strout escribe sobre las personas. Madre e hija se reencuentran en circunstancias complicadas tras una vida en la que no han estado muy unidas. La madre parece haber tenido serios problemas para mostrar sus sentimientos, para ser cariñosa, para ejercer de madre. La hija arrastra esos pecados, trata de superar el dolor y lucha por recuperar el tiempo perdido. Su amor es tan fuerte como áspero, sus relaciones tan frías como sinceras. Los díalogos pertenecen, muchas veces, a unos extraños. Condenados, eso sí, a entenderse, a quererse.

“¿En qué consiste su trabajo como escritora de ficción?, preguntó el bibliotecario, y ella dijo que su trabajo como escritora de ficción consistía en dar a conocer la condición humana, en contarnos quiénes somos, qué pensamos y qué hacemos”.

“Esta también es una historia de Nueva York”, escribe Strout en un momento, como de pasada. Y es cierto. También es una historia sobre la Gran Manzana. Pero sobre todo es una pequeña gran historia sobre la capacidad de redención, el poder sobrenatural de la sangre, la fuerza cicatrizante del paso del tiempo y la necesidad ineludible de comprender, aceptar y perdonar.