Samanta Villar, reportera circense (showwoman) disfrazada de periodista, ha dado a luz en el prime time de Cuatro. Gemelos. Era de las pocas cosas que le quedaban por hacer delante de una cámara, después de fumar porros, vivir en una chabola, dedicarse al porno, hacerse la ciega, bajar a la mina o estar 21 días sin comer. Parir delante de las cámaras es televisión en estado puro: “Samanta hace historia”, dicen las web especializadas. Tienen mucha razón. Convertir uno de los momentos más emocionantes, íntimos y personales de tu vida en un puto espectáculo televisivo es algo que solo está al alcance de los más grandes comunicadores.
Samanta ha dedicado varios programas al proceso. Un embarazo es largo, y se le puede sacar mucho jugo televisivo. Lamentablemente los espectadores no pudimos presenciar el momento de la fecundación, detalle pudoroso que desentona con el carácter abierto de Samanta y su pareja. Los telespectadores, huerfanos de semen desde que Canal + quitó el porno, hubieran valorado muy positivamente el primer plano de una buena penetración, con su consiguiente eyaculación. Afortunadamente sí hemos tenido ocasión de conocer al padre de las criaturas. Y no solo durante las rutinarias ecografías: la pareja de Samanta se sometió a un ingenioso proceso eléctrico, con cierta similitud con las descargas testiculares de las SS, que le hizo saber cuánto pueden llegar a doler las contracciones del parto. Por supuesto, ante las cámaras.
La familia que se entrega a las audiencias, permanece unida para siempre. O al menos mientras pueda seguir exprimiendo su falta de decoro, es decir, mientras tenga salud, share y miserias que contar. Sintonicen Cuatro en los próximos años y quizá vean a esos niños recien nacidos chupando de la teta, en la guardería, en la primera comunión… hasta que cumplan los 18 y sigan a lo grande los pasos de su madre y modelo. Entonces quizá les disfrutemos fumando porros, viviendo en una chabola, dedicándose al porno, haciéndose los ciegos, bajando a la mina, estando 21 días sin comer… o incluso pariendo los nietos de Samanta. Los niños, ya se sabe, hacen lo que ven en casa.
La gran parida tuvo lugar anoche. Clínica privada, gorrito, cara de culo, marido llorica y grandes dosis de descaro, exhibicionismo y sensacionalismo. Un espectáculo televisivo alucinante. La telebasura, ya sabe, que no deja de soprendernos.
Han dejado el listón muy alto. Piensen conmigo nuevos retos para el futuro. Yo propongo uno. “9 meses” con… dedicado a la zoofilia: sodomizada por un gorila de montaña espalda plateada en la cumbre del Everest, tras una ascensión, en invierno y sin oxígeno, por la ruta noroeste. Ya estoy viendo a Samanta recogiendo, con congelaciones en nariz, dedos de las manos y recto, el premio a la mejor reportera-presentadora de la Academia de las Ciencias y las Artes de la Televisión.
Un motivo para NO ver la televisión
Un año en los bosques.
Autora: Sue Hubbell.
Editorial: Errata Naturae.
Sue Hubbell, bióloga, periodista, librera, bibliotecaria y activista social norteamericana, necesitaba cambiar de aires. Demasiado estrés. Deja su trabajo, abandona la ciudad, reduce ingresos y gastos, y se marcha a las montañas Ozarks, Misuri, la cadena montañosa que un día permaneció unida a los Apalaches. Uno de los lugares más bellos y salvajes de Estados Unidos, con espléndidos bosques mixtos de robles e hicorias, sembrado de pinos y cedros rojos. El lugar elegido es una cabaña sencilla y humilde.
Un espacio para pensar. Eso es la cabaña con que muchos soñamos. Eso es lo que soñó Thoreau. Eso es lo que Heidegger quería para sentirse en riguroso contacto con la existencia. Eso es lo que Hubbell tuvo en el año 73, un refugio donde olvidar la vida urbana y sumergirse en la naturaleza. Su marido la abandonó al poco de llegar. La protagonista de nuestra historia no parece echarle mucho de menos. Tiene sus propios planes: poner en marcha un negocio de miel, con sus colmenas y abejas. Hay momentos en los que “Un año en los bosques” se convierte en un apasionante manual para la gestión apícola…
“Cuando extraigo la miel a finales de verano la almaceno en cubos de cinco galones y sesenta libras, que luego apilo de cuatro en cuatro en el granero. Esta miel nunca se ha calentado, así que está cristalizada. Me encantaría poder venderla así, porque está en su punto álgido de sabor, y porque la miel densa y cristalizada se extiende a pedir de boca sobre una tostada calentita, sin deslizarse hacia abajo como sí hace la miel líquida. Sin embargo, los encargados de las tiendas me comentan que sus clientes creen que la miel cristalizada tiene algún problema, así que me veo obligada a calentarla para que se derrita antes de venderla”.
Hubbell adora la miel. Y hace un excelente pastel de caquis silvestres. Y sabe cortar leña. Y hace análisis precisos, descripciones bellísimas, a medio camino entre la biología y la poesía, de los seres vivos que la rodean. Desde pumas y murciélagos a coyotes, zarigüeyas, arañas venenosas, serpientes mocasín y cucarachas. Pero su verdadera pasión son las abejas. Adora a estos insectos, los polinizadores más importantes de las plantas con flores. Y cuenta sus vidas y milagros de maravilla…
“Conocemos dos formas de comunicación entre abejas. Una es química: las abejas se intercambian continuamente información sobre fuentes de comida y sobre el bienestar de la reina y la colonia, pues se alimentan unas a otras con gotitas de néctar que han empezado a procesar y etiquetar químicamente. La otra forma de comunicación es motriz: las abejas hablan sobre cosas positivas, como la comida o la ubicación de su nuevo hogar, mediante patrones de movimiento”.
Pero cuidado, no se confunda. Este libro no es un tratado apícola, ni una versión moderna del clásico de Karl von Frisch “La vida de las abejas”. En este libro hay motoristas, desengaños, trabajo duro, tractores y motosierras, conflictos medioambientales… y una mujer dura y sensible que sobrevive al dicho que se escucha en los Ozarks sobre los urbanitas rurales: “las zarzas se quedan con su ropa, los paletos se quedan con su dinero y ellos se van con una maleta vacía”.
“Un año en los bosques” es un canto a la independencia, a la vida libre y montaraz, a los grandes bosques de otoño, a la fauna sigilosa y a los ciclos del clima. Tiene algo de “La vida simple”, del francés Sylvain Tesson, pero resulta aún más auténtico, más hermoso y emocionante. Dulce como la miel.