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Periodismo de titular

Hace unos días Canal +, o como demonios se llame ahora, estrenó “Spotlight”, una película que me había recomendado un periodista, y amigo, de absoluta confianza. Tenía razón. Es una gran película. Un canto magistral a los viejos y buenos tiempos, al periodismo de investigación, a la información revisada y contrastada, a las redacciones de toda la vida, a los jefes listos, rápidos e inflexibles que eran también maestros. Una oda al trabajo honrado y callejero, a ese periodismo lento y elaborado que se está muriendo.

“Spotlight” cuenta cómo en 2002 el Boston Globe destapó una red de abusos a menores cometidos durante décadas por sacerdotes del estado de Massachussets. La archidiócesis de Boston, y las fuerzas vivas de la ciudad, intentaron silenciar estos casos de pederastia. Pero el equipo de investigación del Globe trabajó duro, descubrió la verdad y la publicó.

Viendo “Spotlight” (versión original pinchando aquí) sentí nostalgia por esos viejos y buenos tiempos, cuando trabajaba en una redacción, rodeado de periodistas, de noticias, de teléfonos, de papeles. He tenido la suerte de disfrutar de buenos jefes (los malos han sido menos), de ver cómo llegaban teletipos, de asistir a reuniones donde se vendían y compraban temas, de trabajar junto a tipos de los que solo podías aprender. También he tenido la mala suerte de ver cómo todo aquello se derrumbaba. He visto cómo las exclusivas dejaban de ser consecuencia de un largo y complejo trabajo periodístico, “Spotlight”, y se convertían en interesadas filtraciones. Y de cómo los periodistas perdían a uno de sus mejores aliados: el tiempo. Sin tiempo, para pensar, para callejear, para investigar, para escribir y para leer, el periodismo se convierte en otra cosa, que no se muy bien si es periodismo. He visto cómo todos los grandes medios de papel publicaban el mismo día la misma portada, la publicidad de un banco. En serio, he visto cosas muy tristes.

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Últimamente veo sobre todo titulares. Titulares diseñados para que el lector pinche (pique). Titulares que llaman la atención, que rechinan, que quizá escondan una historia interesante, pero que generalmente decepcionan e insultan la inteligencia del lector. Un periodismo nuevo y malicioso creado, lo he visto, lo he vivido, por viejos y maleados periodistas que se integran a contrapelo en el mundo digital. ¿Las víctimas? Los periodistas jóvenes que escriben los textos que se agazapan tras esos titulares sensacionalistas. Una pena, porque el titular también es periodismo.

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“Spotlight” habla de todo lo contrario. De la honradez, de la seriedad y de las buenas historias. Quizá por eso tuve las mismas sensaciones que cuando veo los viejos vídeos del Ajax de Cruyff, o de los 76ers del Dr. J. ¿Un soplo de viejo aire fresco? Nostalgia, sin duda. Pero también una clase maestra de periodismo a la antigua usanza.

Un motivo para NO ver la televisión

 Una historia personal.

Autora: Katharine Graham.

Editorial: Libros del K.O.

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De los libros sobre periodismo publicados en los últimos tiempos, ninguno mejor que éste para acompañar un post sobre “Spotligh”. Y es que “Una historia personal”, subtitulado “Sobre cómo alcancé la cima del periodismo en un mundo de hombres”, cuenta la fascinante ascensión de Katharine Graham hasta la presidencia del Washington Post. Un diario no local, pero sí regional (a diferencia de otros grandes periódicos USA), de carácter liberal, que con Graham al frente consiguió algunos de los pelotazos más grandes de su historia, como el caso Watergate o los papeles del Pentágono.

“En el momento de publicar este libro tengo setenta y nueve años”, escribe la autora de esta obra. “¿Por qué escribir este libro? Nadie había contado la historia de Phil. Su inteligencia, su capacidad y su encanto eran legendarios entre sus amigos, pero nadie había escrito la historia completa de sus logros ni de la enfermedad maniaco-depresiva que lo destruyó”. El padre de Katharine no creía que una mujer pudiese dirigir un diario, y nombró a su yerno, el abogado Phil Graham, director del Post. Un tipo listo e interesante con problemas mentales que acaba fatal.

 “Coincidiendo con los peores momentos del Watergate, las cosas se deterioraron para mí en lo personal; mi querido colega Fritz, enfermo de cáncer, entró en rápido declive. El último día de abril de 1973 Fritz estaba en el hospital, en estado crítico. Escuchó el discurso de Nixon desde la cama. Su mujer, Liane, me contó más tarde que, en el momento en que Nixon aceptaba parte de la responsabilidad, Fritz alzó su puño y, con el rostro lleno de orgullo, gritó, lleno de entusiasmo: “¡Gracias, gracias! ¡Hurra!”. Era su saludo final al Washington Post… Solo una semana después de la muerte de Fritz se anunció que The Washington Post había obtenido el premio Pulitzer al mérito en el servicio público por sus informaciones sobre el Watergate”.

El periodismo es un mundo de hombres. Las redacciones, los sueldos, los consejos de administración, el tratamiento de la información… Graham aterriza en un Post en horas bajas con la intención de reflotar el negocio estrella de una empresa familiar. A los problemas profesionales, y laborales, la protagonista de nuestra historia debe añadir una vida privada complicada, y las presiones de una clase política que la ve como alguien débil y manipulable. Error. Graham es una máquina que se sobrepone a todos los contratiempos, familiares y profesionales, y no se cansa de luchar contra los prejuicios y mediocridades de un medio envejecido y una profesión momificada.

“La mañana del 1 de octubre de 1975, muy temprano, me despertó el timbre del teléfono de mi mesilla. Miré el reloj, medio dormida, y me extrañé. Eran las cinco menos cuarto. ¿Qué podía ser?… La llamada era de Mark. Los obreros nos habían engañado: habían hecho funcionar las prensas hasta después de medianoche para despistarnos y luego, hacia las cuatro de la mañana, justo antes de que acabase la tirada, habían desconectado las setenta y dos prensas de las nueve rotativas… No había tiempo que perder. Me vestí rápido, salté al coche sin llamar al chófer y conduje por Massachussetts Avenue, que estaba silenciosa y oscura, hasta la calle 15. Al dar la vuelta al edificio del Post, me encontré con una visión temible: la calle estaba llena de luces y acción, coches de bomberos, policía, cámaras de televisión y cientos de personas en piquetes que rodeaban el edificio”.

“Una historia personal” es un ambicioso trabajo biográfico, y periodístico, que ayuda a comprender una empresa, un país y un momento fundamental en la historia de Estados Unidos. La vida de una mujer interesante, la crónica de un gran oficio.

Urgencias

Para entender la corrupción en toda su grandeza no hay nada mejor que pasar unos días en las urgencias de un gran hospital público. Se lo digo desde la experiencia: las circunstancias me han llevado al madrileño Hospital Clínico San Carlos, donde he vivido la saturación y la falta de medios de la sanidad pública. Y el buen hacer de un personal sanitario que supera con trabajo e imaginación la incompetencia de los gestores.

“No tenemos almohadas”, dice una enfermera, “hazme una con una manta, por favor”. A las once de la mañana las urgencias están colapsadas. Abuelos en las esquinas, en los pasillos, en sillas y en camillas de ambulancia, con los enfermeros y médicos zigzagueando entre una chica herida en un accidente de moto y una anciana con la nariz rota. A las once de la noche siguen colapsadas, familiares durante horas de pie junto a sus enfermos, quejidos que se extienden por la inmensa sala, ninguna privacidad, una sensación total de caos minimizada por la templanza de los profesionales: “¡Por favor, salgan de aquí, ¿No ven que no cabe un alma? Esperen fuera y ya les avisaremos… Y usted levántese de esa silla, que es para los enfermos”, grita desesperada, exhausta, la mujer que se encarga de organizar el acompañamiento a los pacientes.

El médico me cuenta que en la sala de urgencias, con capacidad para 30 pacientes, tienen en ese momento 78. “Y hay 20 en espera”, asegura.

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Cuando entras en Urgencias en el madrileño Hospital Clínico San Carlos te dan un folleto (“Documento Informativo”) con recomendaciones para el acompañamiento a los pacientes. Una de ellas te recuerda que “está totalmente prohibido la toma de fotografías y la grabación de vídeo dentro del recinto hospitalario”. Normal. Si alguien hubiese hecho una fotografía de la sala de urgencia de ese centro ese día, por ejemplo, es posible que la imagen hubiese abierto todos los periódicos y todos los informativos.

Mientras tanto, las portadas se abren con los casos de corrupción. Políticos, empresarios o periodistas que roban o derrochan algo llamado “dinero público”. Un ente económico sin identificar. ¿De quién es el dinero público? ¿De nadie? ¿De todos? El dinero público sostiene el estado del bienestar. Es decir, que cuando Rita Barberá se gastó 5.000 euros, cargados como gastos de representación de la Alcaldía de Valencia, en tener un coche con chofer a su disposición en Londres, en realidad estaba sisando 5.000 euros a las arcas de la sanidad pública valenciana. Y que cuando Francisco Camps y Carlos Fabra dilapidaron 150 millones de euros en un aeropuerto sin aviones, aeropuerto que obliga a un mantenimiento de 17 millones de euros anuales, en realidad estaban impidiendo la construcción de decenas de aulas para mejorar la educación pública. Y que cuando Nacho Villa se comía una langosta y la pagaba con la tarjeta de Castilla La Mancha Televisión, lo cierto es que estaba empobreciendo el menú de alguna residencia para jubilados castellano manchega.

Las urgencias están colapsadas. Como los juzgados. Mientras, nos están robando el estado de bienestar.

 

Un motivo para NO ver la televisión

Bajos fondos. Una mitología de Nueva York.

Autor: Luc Sante.

Editorial: Libros del K.O.

Portada

Si tuviera que irme mañana a Nueva York, que me temo no es el caso, sin duda me llevaría en el equipaje de mano este libro, que releería a modo de guía de viaje. Ni Lonely Planet, ni Paul Auster, ni hostias. Luc Sante, maestro de la narración, ejercería de anfitrión en lo que sería una visita al lado salvaje de la Gran Manzana. Nadie mejor para describir la ciudad apoyándose en las historias de un puñado de perdedores, sinvergüenzas y delincuentes de diferentes calañas y distintas raleas. Nadie mejor para guiarme por los bajos fondos de un lugar que se crece en la oscuridad, que brilla en los rincones más sórdidos, que esconde secretos en el humo que surge de las grietas del asfalto, que se muestra en toda su belleza en cada golpe de mala suerte.

“A finales de la década de 1890, la cocaína también estaba en auge, aunque provocaba menos censura, menos idealización y muy poquita cobertura en la prensa… Disponible en las boticas por una suma ridícula y consumida en secreto en cualquier lado, era la droga favorita de los pobres”.

Luc Sante ya nos maravilló con “Mata a tus ídolos”, también publicado por Libros del K.O. y comentado en su día en estas páginas. Aquel libro ya era un elogio de la Nueva York asilvestrada de los 70 y los 80, con todo el encanto de la música, el desbarajuste de los yonquis y los proxenetas, el desorden de políticos tramposos y polis violentos. Un hermoso canto a una ciudad tan peligrosa como irresistible. Pues bien, “Bajos fondos. Una mitología de Nueva York” es infinitamente mejor.

“Volviendo al cambio de siglo, el Harlem italiano, famoso por su Murder Stable en la calle 125 Este, estaba inundado de bandas. Ignacio Lupo, conocido de forma redundante como Lupo el Lobo, fue uno de los primeros representantes destacados en Nueva York de lo que más tarde se conocería como la Cosa Nostra o la Mafia. Se le atribuían más de 60 asesinatos (un número indeterminado de cadáveres aparecieron con la lengua cortada, descuartizados en maletas y metidos en barriles y cestas) y era el jefe detrás de un negocio de extorsión conocido como la Mano Negra… Se cree que la versión estadounidense de la Mafia nació en Nueva Orleans en 1880, y que una década después montó una filial en Nueva York”.

“Nueva York es una ciudad acabada”, dijo Sante en una entrevista a El País. No entonces, entre 1840 y 1919, tiempo en que tiene lugar esta historia cultural de una Low Life (título original del libro) que ha conservado su leyenda hasta nuestros días. Sante hace un homenaje a la ciudad oculta, a esa Nueva York larga y estrecha que cruza Broadway, la primera vía pública moderna, con aceras y ladrillos, como una cicatriz. Una historia que comienza en el Bowery y acaba en un callejón sin salida del Lower East Side, “donde los cruces no tienen semáforos, todo es inamovible y oscuro, y las únicas personas visibles se desplazan furtivas como espectros”.

Una obra maestra. Imprescindible para comprender esa ciudad domesticada que un día, hace no demasiado tiempo, fue el corazón de lo indómito.

Hacienda

En la primera jornada del juicio sobre el desvío de fondos públicos a las empresas de Iñaki Urdangarín, la abogada del Estado Dolores Ripoll quiso dejar las cosas claras: rechazó que se pudiera ejercer la acusación particular teniendo como base la expresión “Hacienda somos todos”. Dijo Ripoll que se trata de una frase creada para el ámbito publicitario, y que no puede aplicarse al derecho. Lo que pasa en la agencia de publicidad queda en la agencia de publicidad… y en las vallas callejeras y los anuncios de televisión.

“Hacienda somos todos” es un eslogan de 1977, consecuencia de los pactos de la Moncloa. Hasta entonces no existía un sistema fiscal como el que conocemos, solo impuestos dispersos. Se trataba de imponer principios de justicia fiscal, de manera que cada ciudadano contribuyera al sostenimiento de los gastos públicos de acuerdo con su capacidad económica. El sistema más ecuánime posible. Salvo excepciones…

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La publicidad estatal no es aplicable a la Casa Real, una institución que se guía por códigos propios y un lenguaje exclusivo. La justicia fiscal, tampoco es aplicable. Recuerde que cuando usted habla de “separación” o “divorcio”, por poner un ejemplo, la familia real utiliza la expresión “cese temporal de la convivencia”. Le pondré otros. Cuando usted se refiere a una “amante”, en palacio hablan de “amiga especial”. Y si nos referimos a un jugador de balonmano muy tocho, ellos lo describen como un “duque empalmado”. Y cuando nosotros citamos países democráticos, ellos piensan en sus “hermanos” de Marruecos y Arabia Saudí. Resumiendo: cuando usted habla de justicia en el juicio a la infanta, recuerde que Mariano Rajoy dijo estar “convencido de su inocencia: le irá bien”.

Hablamos idiomas diferentes, y así es muy difícil entenderse. En la sala de un juicio, en el Museo Reina Sofía o en un puti club de carretera. Y por eso pasa lo que pasa: que la frase “Hacienda somos todos” no puede aplicarse al derecho, pero sí a los derechos de un niño de cinco años al que la Agencia Tributaria reclama 15.000 euros tras el suicidio de su padre. La historia es estremecedora: una empresa familiar de Vigo se endeudó hasta la bancarrota. Luego llegó el desahucio, circunstancia que el padre no pudo soportar. Se quitó la vida. La deuda la heredan la madre, que ha perdido la posibilidad de cobrar las pensiones de viudedad y orfandad, y el hijo.

Si el juicio del caso Nóos resulta una pantomima, que podría ser, el Estado podría quedar muy desprestigiado. Lo cual sería una pena, porque el Estado, como Hacienda, somos todos. ¿Verdad?

Un motivo para NO ver la televisión

Fariña

Autor: Nacho Carretero.

Editorial: Libros del K.O.

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Escucho en la televisión detalles sobre la captura de Joaquín El Chapo Guzmán, el capo más buscado. Televisa emite el tiroteo en exclusiva. Todo un culebrón, con el narco haciendo unas declaraciones maravillosas a Rolling Stone: “No quiero ser retratado como una monja. Suministro más heroína, metanfetamina, cocaína y marihuana que nadie en el mundo. Tengo flotas de submarinos, aviones, barcos y camiones…”.

Leo en El País un titular irresistible: “Toneladas de farlopa y billetes de 500 euros”. La noticia asegura que la policía ha intervenido en Galicia 3.000 kilos de cocaína, la mayor incautación en tierra desde 1999.

Termino “Fariña”, un ambicioso proyecto periodístico de Nacho Carretero. El pasado y el presente del narcotráfico en Galicia, tierra de contrabandistas (“la gente más honrada que hay”), nido de clanes, durante años la puerta hacía Europa de la cocaína. Una trabajo brillante desde todos los puntos de vista: un texto maravilloso, periodismo de primera categoría, información y literatura, editado con mimo hasta en sus últimos detalles. La portada es magnífica, y la faja que abraza “Fariña”, con gráficos sobre las planeadoras, las incautaciones y las rutas del perico resulta, sencillamente, brillante.

Carretero hace que un problema aparentemente local, el contrabando gallego, se convierta en una gran historia. Cuenta cómo comenzó todo, el Malboro y el Winston, habla de los amigos colombianos, y describe a las autoridades paralelas: Sito Miñanco, Laureano Oubiña, Marcial Dorado, los Charlines…  “`Hubo una época en la que Madrid tenía prohibido informar a Galicia´, dice un veterano agente de la Guardia Civil. Durante muchos años, las unidades centrales contra la droga de Policía Nacional y Guardia Civil, así como jueces y fiscales, sabían que no se podía compartir información con las autoridades gallegas”.

Pero no todo es hemeroteca, aventuras más o menos conocidas protagonizadas por personajes de leyenda. “Hoy ya no hay periodistas dedicados -a tiempo completo- al narcotráfico en Galicia. Los propios medios gallegos han dejado de prestar atención al asunto. La traducción en el ideario colectivo es que ya no hay nada. Que el narcotráfico en Galicia es pasado. Y no”, escribe Carretero en la recta final de este reportaje largo, denso, fascinante. Y dedica las últimas páginas a lo que sigue siendo una gran cantera de narcos, de transportistas y de pilotos de planeadoras. Con nombre, rutas, Guardia Civil: el 80% de los barcos con más de 2.000 kilos de cocaína que se apresaron desde el año 2.000 hasta hoy dirigiendo a Europa iban a Galicia.

“Fariña” descansa ya junto a otros clásicos del perico, como “CeroCeroCero” de Saviano, “Los reyes de la cocaína” de Guy Gugliotta y Jeff Leen, o “Polvo blanco” de Tim Madge. No desentona en absoluto. Carretero ha escrito un clásico del narco ibérico. Periodismo valiente y relevante con el ritmo trepidante del mejor thriller.

Corderos degollados

En Telecinco han puesto en marcha una nueva edición de “Gran Hermano”. Van quince. Podría parecer que en este programa ya está todo visto, todas las miserias humanas mostradas, todos los freaks utilizados, todas las historias chungas amortizadas. Pues no. Para eso están los directivos de una cadena triunfadora, para darle una vuelta de tuerca al que seguramente sea el programa más repugnante jamás emitido y así poder sacarle unas pocas perras más. Tipos ingeniosos, es bien sabido que los grandes talentos están en la televisión, con ideas sencillamente brillantes. “En la historia mundial de ‘GH’, nunca, ningún presentador había entrado en la casa”, explica la cadena dirigida por Paolo Vasile. “¡Pero nosotros somos diferentes! Mercedes Milá quiso vivir la experiencia en su propia piel y pasar las primeras horas de la convivencia junto a los concursantes, y por lo que parece durmió muy bien”.

Ahí tiene la primera gran sorpresa. Después de vestirse de coliflor, de hacerse la loca y de enseñar las tetas, la gran comunicadora al frente de “Gran Hermano” se mete en la casa y se pega una siesta. ¡Qué fuerte! ¡Por primera vez en la historia mundial de GH! ¡Alucinante, ¿verdad? La presentadora no solo es campechana, sino que no duda en tumbarse en una de las camas de Gran Hermano, más piojosas y pegajosas que las piltras del más sucio y pestilente puticlub de carretera. Ella es así. De humana, de hermana.

“Gran Hermano” es el ejemplo perfecto de telebasura. No es la primera vez que lo digo. Me gusta decirlo una vez por edición, así que van quince veces. Por lo menos… Y me lo parece, telebasura, porque el programa está basado en la utilización de personas cultural, económica o socialmente inferiores. Así de sencillo, así de duro. Los ejecutivos encorbatados de Telecinco, y la histriónica presentadora, se aprovechan de las necesidades de concursantes con evidentes carencias intelectuales y emocionales. Y si no me cree, ahí tiene el titular de una web de televisión: “La incultura de los grandes hermanos: el principal satélite de la Tierra es Marte”.

Nada más comenzar esta edición del programa, primer escándalo: una de las concursantes, musulmana, tiene una fotografía en su cuenta de Twitter en la que aparece degollando una oveja. Pie de foto: “A más de uno le aria asín”.

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Corderos degollados. Eso son los concursantes de Gran Hermano, la fábrica de muñecos rotos y de portadas de Interviú. Y de dinero y publicidad para Telecinco, la cadena especializada en rentabilizar las miserias humanas.

P.D.

Cañete: El petróleo se queda en familia…

Un motivo para NO ver la televisión

La escritura transparente.

Autor: William Lyon.

Editorial: Libros del K.O.

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Delicioso librito sobre el arte de contar historias, escrito por uno de esos talentos enormes, tanto por su sabiduría como por su discreción, del periodismo mundial. William Lyon nació hace más de setenta años en Nueva York, pero ha escrito grandes reportajes en medios españoles. Recomiendo su libro “La pierna del Tato”, una colección de historias taurinas que, como sucedía con los textos del maestro Joaquín Vidal, pueden ser disfrutados incluso por los antitaurinos más acérrimos.

“La escritura transparente” desvela algunos trucos para ser mejor periodista. Es decir, para contar mejor las historias. Porque en eso consiste el periodismo. Ni más ni menos. “Escribimos mal. Escribimos confuso. Escribimos desordenado. Escribimos sin pararnos a pensar en lo que estamos escribiendo ni en quien nos va a leer”, reza la contraportada. Ya dentro del libro, un master en sentido común periodístico. Lyon no es un teórico, no es un catedrático aburrido. Es un tipo que ha vivido y ha viajado, obsesionado por ser eficaz en sus textos: tienen que entenderse, tienen que disfrutarse, tiene que fascinar al lector. “Es precisamente esta sensibilidad hacia el lector -el saber siempre cómo está reaccionando a lo que está leyendo- uno de los atributos más importantes del buen periodista. Si no puede ponerse en lugar del lector, ¿cómo va a conectar el él?”. Un placer útil.