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Las calles

Camino por el centro de Talavera de la Reina, una calle peatonal con comercios en ambos lados, cuando me cruzo con un señor que pasea un jabalí. El animal, sujeto con una correa, suelta unos zurullos junto a la puerta de Zara. No muy lejos, en la ferretería La Más Grande, ofertan una esquiladora de ovejas por 495 euros, y muestran todo el material necesario para matanzas y vendimias. En la esquina de la iglesia de San Francisco unos vendedores ambulantes ofrecen cerezas, a tres euros el kilo. Dos kilos cinco euros. Mientras pesan la fruta en una báscula dudosa miran como zorrillos asustados a ambos lados de la calle: si aparecen los municipales saldrán corriendo. A pocos metros, en la tienda de Alain Afflelou, tienen una oferta de verano absolutamente irresistible: el segundo y el tercer par de gafas por solo un euro más. Tchin tchin. Un pobre de solemnidad pide limosna sentado en el suelo, en unos cartones. No muy lejos, mientras tomo una cerveza en una terraza, un grupo de gitanos pone música, con cabra y todo, a la tarde talaverana…

La música callejera horroriza a muchos ayuntamientos. “Mendigos fuera de la calle”, exige La Razón en uno de sus inolvidables titulares. El diario de Marhuenda hace de altavoz de Gallardón, un ministro de Justicia que reclama a la cúpula del Partido Popular que incluyan en su programa para las generales del año próximo una ley que permita a los municipios retirar de las calles a los “sin hogar”.

La calle es suya, ¿recuerda? Y los mendigos, los sin hogar, los vagabundos y, si me apura, hasta los vendedores de cerezas, ensucian esas calles con su presencia infrahumana. Son un asco. No son Marca España. Y están realizando, según Gallardón, un “uso privativo” del espacio público. Busquemos soluciones imaginativas para un problema estético más importante que la corrupción política, la miseria social o la lentitud de una justicia que, según El País, “está por los suelos”.

Seamos prácticos: Tras el éxito de los bancos anti-mendigos, esos asientos callejeros divididos por una barra apoyabrazos para que ningún indigente pueda tumbarse a dormir en ellos, llegan los pinchos anti-homeless. Se trata de una idea facilmente importable que, dicen, está de moda en Londres. Consiste en colocar unos pequeños conos de metal en el suelo de las zonas donde los “sin hogar” acostumbran a pasar la noche. Portales, recodos, esquinazos, cobertizos, etc. Una adaptación para humanos (infra humanos, perdón) de los clásicos sistemas antipalomas que llevan años colocados con enorme éxito en cornisas y ventanas. Se trata de ponérselo difícil a quienes ensucian nuestras ciudades, ¿no?

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Aunque quizá el problema sea otro. La calle no es lugar para políticos. Y es que cuando no les hacen un escrache tienen que soportar como un apestoso homeless hace un “uso privativo” del mobiliario urbano.

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P.D.

El estado del periodismo en España, en un titular de portada…

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Un motivo para NO ver la televisión

La última noche.

Autor: James Salter.

Editorial: Salamandra.

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Salter es uno de los escritores de cabecera de este blog. La culpa la tienen obras maestras como “Quemar los días” o “Todo lo que hay”. El escritor de Nueva York, ingeniero, guionista, periodista y piloto de caza, describe como pocos los recovecos de las  relaciones entre hombres y mujeres. De eso hablan los diez relatos que forman este libro, un catálogo de sentimientos encontrados, desengaños y traiciones, arrebatos y melancolías.

El tiempo nos pone en nuestro sitio, y nos ofrece una triste perspectiva de nuestra vida. Los errores están ahí para siempre, algo que Salter utiliza para desmontar con crueldad esos espacios que creemos íntimos e inviolables. Su escritura no tiene trampa ni cartón, es impecable, intensa, triste, brillante, sencilla, demoledora.