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Urgencias

Para entender la corrupción en toda su grandeza no hay nada mejor que pasar unos días en las urgencias de un gran hospital público. Se lo digo desde la experiencia: las circunstancias me han llevado al madrileño Hospital Clínico San Carlos, donde he vivido la saturación y la falta de medios de la sanidad pública. Y el buen hacer de un personal sanitario que supera con trabajo e imaginación la incompetencia de los gestores.

“No tenemos almohadas”, dice una enfermera, “hazme una con una manta, por favor”. A las once de la mañana las urgencias están colapsadas. Abuelos en las esquinas, en los pasillos, en sillas y en camillas de ambulancia, con los enfermeros y médicos zigzagueando entre una chica herida en un accidente de moto y una anciana con la nariz rota. A las once de la noche siguen colapsadas, familiares durante horas de pie junto a sus enfermos, quejidos que se extienden por la inmensa sala, ninguna privacidad, una sensación total de caos minimizada por la templanza de los profesionales: “¡Por favor, salgan de aquí, ¿No ven que no cabe un alma? Esperen fuera y ya les avisaremos… Y usted levántese de esa silla, que es para los enfermos”, grita desesperada, exhausta, la mujer que se encarga de organizar el acompañamiento a los pacientes.

El médico me cuenta que en la sala de urgencias, con capacidad para 30 pacientes, tienen en ese momento 78. “Y hay 20 en espera”, asegura.

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Cuando entras en Urgencias en el madrileño Hospital Clínico San Carlos te dan un folleto (“Documento Informativo”) con recomendaciones para el acompañamiento a los pacientes. Una de ellas te recuerda que “está totalmente prohibido la toma de fotografías y la grabación de vídeo dentro del recinto hospitalario”. Normal. Si alguien hubiese hecho una fotografía de la sala de urgencia de ese centro ese día, por ejemplo, es posible que la imagen hubiese abierto todos los periódicos y todos los informativos.

Mientras tanto, las portadas se abren con los casos de corrupción. Políticos, empresarios o periodistas que roban o derrochan algo llamado “dinero público”. Un ente económico sin identificar. ¿De quién es el dinero público? ¿De nadie? ¿De todos? El dinero público sostiene el estado del bienestar. Es decir, que cuando Rita Barberá se gastó 5.000 euros, cargados como gastos de representación de la Alcaldía de Valencia, en tener un coche con chofer a su disposición en Londres, en realidad estaba sisando 5.000 euros a las arcas de la sanidad pública valenciana. Y que cuando Francisco Camps y Carlos Fabra dilapidaron 150 millones de euros en un aeropuerto sin aviones, aeropuerto que obliga a un mantenimiento de 17 millones de euros anuales, en realidad estaban impidiendo la construcción de decenas de aulas para mejorar la educación pública. Y que cuando Nacho Villa se comía una langosta y la pagaba con la tarjeta de Castilla La Mancha Televisión, lo cierto es que estaba empobreciendo el menú de alguna residencia para jubilados castellano manchega.

Las urgencias están colapsadas. Como los juzgados. Mientras, nos están robando el estado de bienestar.

 

Un motivo para NO ver la televisión

Bajos fondos. Una mitología de Nueva York.

Autor: Luc Sante.

Editorial: Libros del K.O.

Portada

Si tuviera que irme mañana a Nueva York, que me temo no es el caso, sin duda me llevaría en el equipaje de mano este libro, que releería a modo de guía de viaje. Ni Lonely Planet, ni Paul Auster, ni hostias. Luc Sante, maestro de la narración, ejercería de anfitrión en lo que sería una visita al lado salvaje de la Gran Manzana. Nadie mejor para describir la ciudad apoyándose en las historias de un puñado de perdedores, sinvergüenzas y delincuentes de diferentes calañas y distintas raleas. Nadie mejor para guiarme por los bajos fondos de un lugar que se crece en la oscuridad, que brilla en los rincones más sórdidos, que esconde secretos en el humo que surge de las grietas del asfalto, que se muestra en toda su belleza en cada golpe de mala suerte.

“A finales de la década de 1890, la cocaína también estaba en auge, aunque provocaba menos censura, menos idealización y muy poquita cobertura en la prensa… Disponible en las boticas por una suma ridícula y consumida en secreto en cualquier lado, era la droga favorita de los pobres”.

Luc Sante ya nos maravilló con “Mata a tus ídolos”, también publicado por Libros del K.O. y comentado en su día en estas páginas. Aquel libro ya era un elogio de la Nueva York asilvestrada de los 70 y los 80, con todo el encanto de la música, el desbarajuste de los yonquis y los proxenetas, el desorden de políticos tramposos y polis violentos. Un hermoso canto a una ciudad tan peligrosa como irresistible. Pues bien, “Bajos fondos. Una mitología de Nueva York” es infinitamente mejor.

“Volviendo al cambio de siglo, el Harlem italiano, famoso por su Murder Stable en la calle 125 Este, estaba inundado de bandas. Ignacio Lupo, conocido de forma redundante como Lupo el Lobo, fue uno de los primeros representantes destacados en Nueva York de lo que más tarde se conocería como la Cosa Nostra o la Mafia. Se le atribuían más de 60 asesinatos (un número indeterminado de cadáveres aparecieron con la lengua cortada, descuartizados en maletas y metidos en barriles y cestas) y era el jefe detrás de un negocio de extorsión conocido como la Mano Negra… Se cree que la versión estadounidense de la Mafia nació en Nueva Orleans en 1880, y que una década después montó una filial en Nueva York”.

“Nueva York es una ciudad acabada”, dijo Sante en una entrevista a El País. No entonces, entre 1840 y 1919, tiempo en que tiene lugar esta historia cultural de una Low Life (título original del libro) que ha conservado su leyenda hasta nuestros días. Sante hace un homenaje a la ciudad oculta, a esa Nueva York larga y estrecha que cruza Broadway, la primera vía pública moderna, con aceras y ladrillos, como una cicatriz. Una historia que comienza en el Bowery y acaba en un callejón sin salida del Lower East Side, “donde los cruces no tienen semáforos, todo es inamovible y oscuro, y las únicas personas visibles se desplazan furtivas como espectros”.

Una obra maestra. Imprescindible para comprender esa ciudad domesticada que un día, hace no demasiado tiempo, fue el corazón de lo indómito.