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Un planeta en descomposición

José Manuel Lara, presidente del grupo Planeta, cree que en España sólo quedarán “dos o tres” operadores de televisión privados en un horizonte de dos años. “Porque no caben más”, sentenció mientras se ajustaba el cinturón de la túnica de vidente. Deberíamos creer a pies juntillas en las palabras del Marques del Pedroso de Lara, puesto que tiene el don de adivinar el futuro. No es el único. “Eduardo Mendoza ganará esta noche el Planeta”, adelantaba el diario El País horas antes de que se abriese el sobre con el nombre del vencedor. ¿Periodismo de anticipación? ¿Rumor elevado a la categoría de noticia? ¿Rappel? ¿Lara? Llegó la hora de la verdad y Mendoza ganó el Planeta, un premio literario tan prestigioso como los 601.000 euros que tiene de premio. Ni un euro de prestigio más, ni uno menos. Las crónicas de los grandes periódicos cuentan que Mendoza se presentó oculto tras el seudónimo “Ricardo Medina”, algo que sin duda garantizaba la transparencia del galardón y mantenía la incertidumbre hasta el último minuto ¿no es cierto?

“Que el ganador fuera Mendoza fue una grata sorpresa para los más de 1.000 invitados que acudieron ayer al Palau de Congresos de Catalunya”, escribió al día siguiente en Público una Lídia Penelo en evidente fuera de juego. ¿Una grata sorpresa? Ni siquiera es necesario que se reúna el jurado para conocer el nombre del ganador del Planeta, un premio por encargo. Todo el mundo lo sabe, pero a nadie parece  importarle: es la fiesta de la hipocresía y el cinismo, donde se reparte cava, canapés e influencias entre los asistentes.

En un mundo cabal, estos chanchullos editoriales, económicos y literarios serían la vergüenza de escritores y editores, una mina para periodistas y, finalmente, el hazmerreir de los lectores. Pero por obra y gracia del dinero semejante pantomima se consolida cada año, van 59 ediciones, ignorando que se trata de una burla al mundo de la cultura, un pestilente negocio y una inmejorable manera de desprestigiar el nombre de los miembros del jurado y de los escritores que se someten a las mafiosas reglas del juego. Y por supuesto de unos medios de comunicación cómplices, y de los intelectuales, ministros de Cultura y presidentes de la Generalitat que ejercen de palmeros. Todos asistieron a la última función, todos participaron en esa patética mascarada, todos forman parte de este gigantesco esperpento.

Viendo a Mendoza recoger el Planeta podemos considerar las palabras que pronunció durante su última visita a Cádiz como una confesión anticipada: “No es que crea que la novela ha muerto, es que puedo demostrarlo”.

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Un motivo para NO ver la televisión

El río de la vida.

Norman Maclean.

Editorial: Libros del Asteroide.

Esta es la historia de una familia norteamericana. No una familia de nuestros días, sino una de los viejos tiempos, cuando en Montana la naturaleza era absolutamente virgen, los ríos estaban llenos de misterios y de truchas, y los grandes osos pardos reinaban en las orillas de aquellas aguas turbulentas. Gentes que necesitaban amor y ayuda, por este orden. Y que consideraban la pesca con mosca algo sagrado, el centro del universo, la razón para vivir. La frase que abre el libro no deja lugar a dudas: “En nuestra familia no había una separación clara entre religión y pesca con mosca”.

Norman Maclean, leñador y profesor de literatura, escribió este relato autobiográfico en 1973, una vez jubilado. Inmediatamente se convirtió en un clásico de la literatura norteamericana, que llevó al cine Robert Redford en 1992, en el que se reúnen el amor por la naturaleza de Whitman, el sonido de Faulkner y la energía arrolladora de Hemingway. Una obra maestra que da título a un libro, el único publicado por Maclean en vida, que incluye otros dos relatos no menos interesantes: “Leñadores, proxenetas y ‘Tu camarada Jim’” y “Servicio forestal de Estados Unidos, 1919: el guardabosques, el cocinero y un agujero en el cielo”.

“El río de la vida” habla de las cosas sencillas, esas que generalmente son las importantes. El lento movimiento de las corrientes de agua, el color de una determinada larva en otoño y la importancia de no beber whisky mientras se pesca. Y por supuesto del río, el lugar que nos enseña a ser quien somos.

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