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Narcisa

Un motivo para NO ver la televisión

Narcisa

Autor: Jonathan Shaw.

Editorial: Sexto Piso.

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Narcisa es una gran historia de amor. De amor al crack, al sexo sincopado, al desprecio, la manipulación y la autodestrucción. De amor a una mujer que te utiliza, te necesita y te chupa la sangre. Porque Narcisa, cuerpo de niña y carácter de vampiro, podía llegar a ser mucho más que una prostituta drogota: “era un arquetipo espiritual, una especie de entidad angelical, no una puta cualquiera; ni siquiera era una persona…”.

Narcisa es dura hasta parecer despiadada. Se revuelca por el barro, recorre los violentos callejones, maltrata a quienes la idolatran y se retuerce castigada por la memoria. “¡Ja! A mí me han violado tantas veces, me cago en la puta, que ni siquiera me acuerdo, cara! Dejo de contar con doce años, ¿lo pillas? Ni siquiera me salgo con la mía con este dichosos cuerpo en el que soy prisionera con vosotros, putos terrícolas, ¡nunca he tenido el privilegio de hacer ni una puta cosa que he querido en esta vida de mierda en vuestro dichoso planeta!”.

¿Setecientas páginas dedicadas a las andanzas de una drogadicta caprichosa y egoísta? Efectivamente. Y no sobra ni una línea. Si el autor, un tatuador llamado Jonathan Shaw que se estrenó en el mundo de la literatura en 2008 con esta obra, hubiese suprimido un solo párrafo, podía haber sido éste: “Narcisa sería capaz de fumarse los trozos de uña amarilla recién cortada de los dedos de los pies de Margaret Thatcher sin pensáselo dos veces”. Y estará de acuerdo conmigo en que hubiese sido una lástima. ¿Acaso se puede describir mejor una adicción? Shaw sabe de qué habla, y se recrea en las miserias de la pareja protagonista y en el lumpen de Río de Janeiro, lugar donde se desarrolla la historia, pero no resulta ni morboso ni melodramático. Iggy pop, Jim Jarmusch, Robert Crumb y Hubert Selby Jr le adoran. Por algo será.

“Pensaba que lo sabía todo sobre adicciones. De primera mano. Lo que no había acabado de pillar es que un heroinómano es como un viejo perezoso sedado colgado de su árbol pedo perdido, en comparación con el hiperactivo mono de cola anillada de una yoncarra supersónica como Narcisa. Los toxicómanos pueden pasarse años dando vueltas y vueltas en el retrete sin que el remolino los engulla. Los yoncarras, no. ¡A los yoncarras, tío, hay que sacarlos de ahí y pegarles un tiro!”.

Narcisa ve a Cigano, un ex presidiario y ex yonqui que la adora, la protege y le financia la adicción, como al resto de los hombres: “un pene andante y parlante pegado a una hucha con forma de cerdito”. Y Cigano va y viene, entre la pasión, los celos y los disgustos: “¡Joder! Estoy enganchado a ti, princesa. Igual que tú al crack”.

Narcisa es el corazón y el alma de “Narcisa”, evidentemente, pero Shaw encuentra momentos para arrinconar a la protagonista del libro y dar paso a un desfile de ilustres fracasados. Una parada de los monstruos, un circo de derrotados, anti héroes y “bichos raros”: “borrachuzos, carteristas, escuálidos matones preadolescentes, fulleros depravados, travestis entrados en años, putas viejas alcohólicas de cuerpo fláccido y fracasados más feos que un pecado”.

Elliott Murphy cantaba a las maravillosas perdedoras neoyorkinas de los setenta. Narcisa podría haber sido una de ellas, carne de crack y de canción electroacústica, subidón y bajonazo, hechizo y desprecio, espíritu de supervivencia y detonante de pasiones, odios y azares. Una obra maestra underground.