El hombre de la fotografía se llama John Demjanjuk y tiene 92 años. Nadie lo diría viendo su aspecto altivo y saludable, ¿verdad? Está hecho un chaval, y sostiene la mirada con una dureza y una frialdad estremecedoras: pese a estar sentado en una silla de ruedas, parece capaz de ponerse de pie de un brinco y soltarle un mamporro al fotógrafo. Normal. Ahí donde le tienen, el bueno de John fue guarda en el campo de exterminio de Sobibor (Polonia), y en 1943 colaboró de manera voluntaria en el exterminio de miles de judíos. Nacido en Ucrania, durante años ciudadano norteamericano y hoy apátrida, John no fue nazi, pero trabajó para ellos: armado con porra y pistola, sacaba de los trenes a los prisioneros y les acompañaba a las cámaras de gas.
A John Demjanjuk le llamaban Ivan el Terrible. Tiene sentido: arrastró hasta la muerte a unas 28.000 personas. El pasado jueves fue condenado a cinco años de prisión, pero el juez de la fiscalía de Munich ha decretado libertad condicional.
Malas noticias para quienes creemos en los principios de la justicia universal, en la persecución incansable de los delitos contra la humanidad. En una justicia sin fronteras que repare los crímenes que afectan a la toda comunidad internacional, y sancione las aberraciones cometidas por aquellos que, ostentando el poder, lo pusieron al servicio de causas criminales.
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