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La estirpe de los libres

Dice Iker Jiménez, el presentador del programa “Cuarto Milenio”, que se identifica con Félix Rodríguez de la Fuente porque ambos comparten “la sensación terrible de pertenecer a la estirpe de los libres”. Acabáramos. La estirpe de los libres. Sabias palabras del periodista que ha construido su prestigio de la mano del hombre del saco y se ha forjado una sólida reputación con las caras de Bélmez. Me gusta tanto su reflexión que se la voy a tomar prestada, puesto que a mí me sucede algo parecido: comparto con Albert Camus la sensación terrible de pertenecer a la estirpe de los libres.

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La televisión es el hábitat perfecto para la estirpe de los libres. Es decir, el último refugio para fabricantes de elixires medicinales y champús de caballo, para santeros, homeópatas, vendedores de afrodisíacos, diseñadores de pulseritas Powerbalance y adictos a la baba de caracol. La pantalla está llena de farsantes, de iluminados, de superdotados y de curanderos. La televisión es ese territorio sin ley en el que se refugian los grandes impostores de nuestra época. Con permiso de la política y la banca.

La televisión es el escenario perfecto para el freak show del siglo XXI, una versión en HD del espectáculo de variedades grotescas, fenómenos biológicos y rarezas humanas que triunfó en la época victoriana. Entonces paseaban por el mundo al hombre elefante, la mujer barbuda y el albino andrógino. Hoy muestran en prime time aquellos que forman la estirpe de los libres, una élite audiovisual que va desde Bertín Osborne a Francisco Marhuenda pasando por Belén EstebanMariló Montero, los presentadores de docu shows y telerealidad, o los concursantes de reality shows. Hexágono amoroso, celos y primer ‘edredoning’ gay de la historia en Gran Hermano”, anuncia la prensa televisiva.

P.D.

Si usted vió la entrevista de Ana Blanco a Mariano Rajoy, y le pareció un publireportaje, debe saber que no todo el periodismo es igual. Que el periodismo libre existe, que es posible hacer buenas entrevistas, que no todo es sumisión y complacencia. Hágase un favor y escuche la entrevista que hizo Pepa Bueno al ministro de Justicia Rafael Catalá en la Cadena SER. Impresionante. Sin levantar la voz, sin acosar al ministro pero sin darle tregua, conociendo los temas a la perfección, planteando cuestiones peliagudas, dejando hablar y sabiendo escuchar, sin robarle un ápice de protagonismo… Simplemente perfecta.

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Un motivo para NO ver la televisión

El círculo del agua clara

Autor: Gavin Maxwell.

Editorial: Hoja de Lata.

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De nutrias y hombres. De sus costumbres y sus relaciones, de cómo se integran en el paisaje, se sumergen en la naturaleza, se entregan con pasión absoluta a la vida salvaje. De eso va este libro, un gran éxito del naturalista y explorador escocés Gavin Maxwell que vendió más de dos millones de ejemplares en el comienzo de la década de los sesenta.

Maxwell es un ex militar, y un empresario fracasado, que en la primavera de 1949 instala su campamento en un lugar perdido de las islas Hébridas, el archipiélago de la costa oeste escocesa. Le acompaña su perro Jonnie y un sinfín de sueños, generalmente relacionados con la soledad, la naturaleza y la supervivencia. El mar regurgita objetos con los que amuebla su cabaña. Los campos le suministran setas. Los vecinos están lejos. El aislamiento alimenta su alma.

Mijbil es un cachorro de nutria que irrumpe como un torbellino en la vida de Maxwell, una nutria que viaja con él, que duerme en su regazo o dentro de su chaqueta, que juega con canicas, frutas de goma y pelotas de ping-pong. “Nunca he sido realmente capaz de concluir si ciertos aspectos del comportamiento de la nutria se parecen sólo por azar a los seres humanos o, si en el caso de animales tan jóvenes como lo era Mij entonces, existe un verdadero fenómeno de imitación de los padres humanos de adopción”.

“El círculo de aguas claras” es un soplo de brisa salada. Aire fresco que por momento recuerda a los clásicos de Durrell, Gerald, sin duda por lo íntimo y divertido de la relación del autor con los animales: “Mij tenía un vicio peculiar que todavía no he mencionado, un vicio que no fuí capaz de corregir, en parte, supongo, porque nunca entendí sus causas o motivaciones. Para decirlo sin ambajes: mordía los lóbulos de las orejas de la gente, y ello no era para nada una señal de enfado o de mala idea, ni su intención era tampoco la de agredir o causar daño, simplemente le gustaba hacerlo”.