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Eurofreaks

Cada año pasa lo mismo. Llega Eurovisión y maldigo la mierda de música que nos ofrece la televisión, un electrodoméstico sin criterio, sin sensibilidad, sin swing. Sin alma. La televisión odia la música. Y para que no queden dudas sobre este sentimiento irracional, escupe cada doce meses un festival ridículo, patético, esperpéntico, vergonzoso. Eurovisión es un ejemplo perfecto de la peor televisión posible. Es entretenimiento de baja calidad. Es caspa y es óxido. Es un show rancio, una recopilación de mediocridades, un retorno al pasado más desafinado. Eurovisión es blanco y negro, es sonidos grabados, es pasado sin futuro, es una almorrana aferrada al corazón de la pantalla plana.

Durante la semana anterior a la final, celebrada el sábado, Eurovisión ha sido noticia en diferentes medios. Informaban de banalidades y estupideces numerosos enviados especiales que, teniendo en cuenta la crisis que atenaza a los medios, deben haber sido invitados por la organización del Festival. Economía de guerra. Sin embargo, cuesta entender cómo un diario teóricamente serio, como se supone es El País, dedicaba su última página del pasado viernes, la de los descubrimientos, las apuestas y los talentos, la de la frescura, el compromiso y la creatividad, a José María Íñigo. “Ganar o perder Eurovisión es una lotería. Es como en el fútbol: vence quien más goles mete. Pueden ser chicas jóvenes o grupos melenudos”, dijo el veterano presentador en el momento más interesante de la entrevista.

Eurovisión no tiene nada que ver con la música. Es un negocio. Los que aparecen en pantalla pretenden cantan, pero muy bien podrían embuchar salchichones, alicatar techos o sembrar boniatos. No hay talento. Sólo despierta el interés de la masa aquello que rodea a la música, lo superfluo, lo prescindible: cuánto cuesta el vestido de la representante española, ¿nos votará Portugal?, quiénes con las concursantes más sexys, quiénes los más polémicos…

Los concursantes… Si le cuento que ganó la mujer barbuda, es muy posible que usted piense en “Freaks”, la parada de los monstruos. Por ahí van los tiros. Dúos que convierten a Pimpinela en Simon & Garfunkel, bandas de pop edulcorado que vienen del frío, cantantes góticos perpetrando baladas insoportables, payasos creados para la ocasión en una agencia de marketing… Lo peor de cada familia.

En TVE debería verse y escucharse música de verdad. Es la televisión pública, ¿recuerda? La televisión teóricamente sin publicidad, sin anuncios, sin concesiones comerciales. La televisión de los ciudadanos. Eurovisión es un producto basura para cadenas basura. No desentonaría en absoluto en Telecinco, junto a las fulanas y chuletas de “Hombres mujeres y viceversa” o los espantapájaros que se lanzan a una piscina. Pero debería rechinar en TVE, la tele en la que tenemos derecho a disfrutar de un entretenimiento de calidad.

 

Un motivo para NO ver la televisión

Musketaquid

Autor: Henry David Thoreau.

Editorial: Errata Naturae.

9788415217640

¿Ha leído usted “Walden”, la obra maestra de Henry David Thoreau? Imagino que sí. En caso de que la respuesta sea negativa, corra a la librería y hágase con uno de los ejemplares magníficamente editados por Errata Naturae. Cuando termine esa joya de la literatura, y acepte con naturalidad obviedades tales como que el hombre no posee las cosas, sino que las cosas le poseen a él, siga leyendo…

“Musketaquid” es un complemento perfecto a esa forma de entender la naturaleza humana, la sociedad y la vida llamada “Walden”. El filósofo naturalista regresa a los bosques vírgenes, los ríos bravos, la fauna salvaje… y lo hace acompañado de su  hermano John.

Sabemos por “Walden” que Henry David se encontró a sí mismo en el interior de una cabaña, espacio desde donde renegó de los ideales de consumismo y trabajo de Estados Unidos y apostó por el hombre sencillo, la vida simple, los espacios abiertos. Ahora aprenderemos que el descenso por dos ríos de Nueva Inglaterra, el Concord, “extraordinario por la dulzura de su corriente”, y el Merrimack, es un viaje iniciático. Son los ríos de la vida. Como en su día lo fueron el bosque y la cabaña de “Walden”.

Henry David y John se lanzaron a la aventura un sábado, el último día de agosto de 1839. Lo hicieron en un bote “cuya construcción nos ha llevado una semana de trabajo en primavera. Tenía la forma de una barca de pescador, con el fondo plano, de quince pies de largo por un máximo de tres y medio de ancho, pintado de verde y con una franja azul, un guiño a los dos elementos en que pasaría su existencia”.

El filósofo cuenta el viaje, lo que siente en contacto con el agua y el aire, “el sonido tenue, deliberado y ominoso de las gotas contra nuestro techo de algodón”.   E incluye aquí y allí poemas, de su colega Emerson y de otros muchos, una selección brillante que comparte papel con descripciones de fauna y flora (siluros y salmones, cercetas y ánades, abedules y alisos), pero también de fenómenos geográficos, de trabajadores locales, de indios y nativos, de los habitantes del río y sus bosques.

Las leyes de la naturaleza, “más inmutables que las de cualquier déspota”, no impiden que los protagonistas del viaje lean. Y que el escritor hable de libros, de lectores, de literatura: “Merece la pena tomarse tiempo para escoger nuestras lecturas, pues los libros constituyen la sociedad que frecuentamos”.

“Musketaquid”, exuberante libro de viajes , es complemento perfecto de “Walden”, imprescindible ensayo intimista. Les une la armonía con la naturaleza, la belleza del lenguaje y la pureza del autor, un espíritu libre. Delicioso.