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La mano de Dios

¿Existe Dios? En caso afirmativo: ¿Qué pinta tiene? Ciertas tendencias teológicas aseguran que se trata de un ser superior concebido a partir de intangibles actos de amor. Una sustancia espiritual, para que usted me entienda. Otros diseñadores de superhéroes apuestan por la trinidad, es decir, el triángulo con el ojo dentro. En El Jueves dibujan a un Creador similar al sugerido por el libro de Daniel 7:9 y 10: “el anciano se sentó. La roma de él era blanca justamente como la nieve, y el cabello de su cabeza era como lana limpia. Su trono era llamas de fuego”. Un viejo en camisón, que dice mi hija. Por otro lado está el cuerpo de Cristo, que no es más que una oblea consagrada. Yo no entiendo mucho de todopoderosos, pero he oído que el mundo es una proyección de Dios, quien nos creó a su imagen y semejanza. Así que, después de leer la prensa durante los últimos meses, he llegado a la conclusión de que Dios tiene que ser una mano.

Una mano larga. Un puñado de dátiles finos, de carterista, con las cutículas recortadas, las uñas resplandecientes, los padrastros segados y yemas de una suavidad infantil. Una pinza cuidada con innumerables sesiones de manicura y masaje, suavizada con las cremas más exclusivas y las babas de caracol más viscosas, oxigenada con los masajes más sensuales. Una zarpa tan cuidada y fina como la “mano invisible” y ladrona de la que escribió el economista y filósofo escocés Adam Smith en su “Teoría de los sentimientos morales” (1759).

Una mano capaz de hacer cosas increíbles. Por ejemplo, traspasar los pantalones de un monaguillo, deslizarse por su ingle y acariciar sus testículos imberbes. Una mano con una capacidad mímica digna del gran Jerome Murat, capaz de levantar el dedo índice y moverlo como un abanico para negar el Holocausto. Una mano refinada, de tahúr, capaz de llevar años apropiándose de miles de propiedades ajenas: parroquias, solares, viñedos, patios, olivares, casas rectorales…

Por una vez, quiero creer en el infierno. Con su olor a azufre, sus fuegos eternos, sus ánimas flotando en lava hirviendo y sus sonoras blasfemias. Un infierno atroz, sin vino de consumir, sin monaguillos, sin casilla para la iglesia en la Declaración de la Renta. La ciudad doliente de Dante, destino perfecto para todos aquellos representantes de Dios en la tierra que llevan años apropiándose de lo que no es suyo. Chorizos con piel de morcilla que no cumplen el séptimo mandamiento, su séptimo mandamiento, ese que dice que está prohibido tomar o retener el patrimonio del prójimo y perjudicar de cualquier manera sus bienes. Ladrones de guante blanco bajo el que se esconde la mano de Dios.