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Pajín à la plage

Es la portada de El Mundo, pero podía ser una película de Éric Rohmer: el cuerpo de un miembro del Gobierno bañándose no aporta información, el sentido moral de la imagen no exige definición, los comportamientos se han detenido en el tiempo, todo queda confiado al diálogo. Concretamente a la charla de barra de bar: “Más le valía estar currando”, “Está como una foca”, “Mírala, cinco millones de parados y ella chapoteando”. Así las cosas, el periodismo de prosa se desmorona, y da paso al periodismo de bikini, que es el periodismo de portada amarilla: “La ministra Pajín en la playa en Menorca con sus padres”.

¿La ministra Pajín en la playa en Menorca con sus padres en la portada de un periódico de tirada nacional? ¿Y si la crisis no fuera de la prensa, sino del periodismo? Otra portada reciente, la de El País del pasado domingo, también es capaz de sacar los colores al lector con criterio: ¡fuera máscaras! ¡El País apuesta a muerte por Rubalcaba! “Listo para el gran sprint”, asegura el pie de foto de la campaña promocional del diario de Prisa. No es muy distinta esta cover de otras que antaño nos hicieron reír a carcajadas, como aquellas de “Rajoy puede” o “Rajoy tiene la solución (La Razón), y esa otra de La Gaceta en la que decían que “El taxista de Intereconomía Televisión triplica en audiencia a Zapatero”.

El periodismo de portada es una forma de entender la profesión basada en la estupidez del lector, que compra el panfleto atraído por los cantos de sirena (titulares y fotos) de esa primera página. Después, en el interior del periódico, nada de nada. Durante años mis compañeros de nacional en El Mundo me decían: “por favor, no te quedes en la portada, que la hace Pedro J. Léete la sección…”.

El periodista total, ese que no se conforma con la realidad y es capaz de crear sus propias informaciones, puede llevar a portada una banalidad y, después, convertirla en noticia con un poco de salero. O de Twitter. Por ejemplo: la ministra de Sanidad, Política social e Igualdad pasa unos días en una playa de Menorca junto a sus padres. No es noticia, evidentemente, pero muy bien podría ser portada… Sin complejos, con naturalidad, con alegría. El director del periódico puede incluso utilizar las redes sociales para buscar cómplices de su felonía: “Qué hubierais hecho en mi lugar con las fotos de Leire encima de la mesa. ¿Publicarlas o no?”, rezaba el tweet del director de El Mundo. ¿No es suficiente? Pues entonces se sugiere un pequeño escándalo de andar por casa que justifique el bikini en portada: “Unas vacaciones de Pajín y sus padres en Lazareto reavivan la polémica sobre la isla”. ¡Voila!

Pajín à la plage. Un truño estival, primera lombriz de verano, firmado por el maestro de la Nouvelle Vague periodística Pedro José Rohmer. No se pierda sus próximos estrenos de portada: “Rubalcaba en tanga”, “Rubalcaba en la barbacoa” y “Rubalcaba en el chiringuito”. ¿Periodismo? No, arte y ensayo.

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Un motivo para NO ver la televisión

Mendigos y orgullosos

Autor: Albert Cossery.

Editorial: Pepitas de calabaza.

En “Mendigos y orgullosos” se comete un asesinato, y se produce una investigación policial, pero no es una novela negra. Es la historia de los bajos fondos de una gran ciudad, del Egipto urbano de comienzos del siglo XX, y de unos personajes que sobreviven corriendo como ratas por unos callejones anegados de miseria y orines. Hay desesperación, pero también mucha alegre filosofía vital, mucho instinto de supervivencia, unas ganas terribles de llegar al día siguiente.

No conocía a Albert Cossry, un escritor cosmopolita nacido en El Cairo, que vivió en Nueva York y París y escribió en francés. Los protagonistas de este “Mendigos y orgullosos”, una larga lista de buscavidas, camellos, mendigos, fulanas y filósofos de barrio, invitan con sus reflexiones a indagar en el resto de su obra. Esta es una novela sobre el lumpen egipcio, y también sobre la picaresca universal, escrita con la agilidad y sabiduría que solo tienen aquellos que han pateado las calles. Un placer.

Así comienza “Mendigos y orgullosos”…

“Ahora Gobar estaba despierto. Acababa de soñar que se ahogaba. Se incorporó sobre un codo y miro a su alrededor con ojos de recelo, todavía aturdido por la noche reciente. No volvió a soñar, aunque la realidad se acercaba tanto a su sueño que, por un momento permaneció perplejo, plenamente consciente de un peligro que lo amenazaba. “¡Por Alá!”, pensó, “¡es la riada! El río se lo llevará todo”. Pero no intentó huir ante la inminencia de la catástrofe. Por el contrario, permaneció aferrado al sueño como un naufrago, y cerró los ojos.
Tardó largo rato en recobrar el control de sí mismo, quiso restregarse los ojos pero se detuvo a tiempo: tenía las manos mojadas y viscosas. Dormía completamente vestido, en el suelo, sobre una cama hecha de pequeños montones de periódicos viejos. El agua lo había sumergido todo, recubría casi completamente el piso de baldosas de la habitación. Corría silenciosamente hacia él, con la fatalidad opresiva de una pesadilla. Gohar tuvo la impresión de hallarse en una isla rodeada de olas; no se atrevió a moverse. La inexplicable presencia del agua lo sumía en un profundo desconcierto. Sin embargo, el terror del comienzo se iba atenuando a medida que tomaba conciencia de la realidad. Ahora comprendía que su idea del río desbordado, devastando todo a su paso, sólo era una aberración. Así trato de saber la procedencia de aquella agua misteriosa. Muy pronto descubrió el origen: se filtraba por debajo de la puerta de la habitación vecina.
Gohar tembló como bajo los efectos de un inexplicable terror: era el frío. Intentó ponerse de pie pero el sueño aún lo dominaba, entumeciéndole los miembros, reteniéndolo mediante lazos indisolubles. Se sentía débil y desamparado. Se secó las manos en la chaqueta, en los lugares de la tela que no estaban mojados. De esta manera ya podía restregarse los ojos. Lo hizo con tranquilidad, miró la puerta de la habitación vecina y pensó: “Deben de estar lavando las baldosas. ¡Con todo, casi me ahogan!”. La repentina pulcritud de sus vecinos le pereció extraordinariamente grotesca y escandalosa. Nunca había ocurrido antes. En esa casa ruinosa y sórdida del barrio indígena, habitada por pobres seres famélicos, no lavaban nunca las baldosas. Esas personas eran seguramente nuevos inquilinos, pícaros que querían impresionar al barrio.

Gohar permaneció con el espíritu inerte, como paralizado de estupor ante la aparición de tan insensata pulcritud. Le pareció que era necesario hacer algo para detener la inundación. ¿Pero qué? Lo mejor era esperar; seguramente se produciría un milagro. Aquella situación absurda necesitaba un desenlace motivado por poderes sobrenaturales. Gohar se sintió desarmado de antemano. Esperó unos minutos pero no ocurrió nada, ningún poder oculto vino en su ayuda. Finalmente se levantó, permaneció de pie, inmóvil, en una actitud de alucinado, de rescatado de un naufragio; luego, con infinitas precauciones, caminó por la parte de suelo seco y fue a sentarse en la única silla que amoblaba el cuarto. Aparte aquella silla, sólo había un cajón boca abajo en el que descollaba un anafe de alcohol, una cafetera y un botijo que contenía agua potable. Gohar vivía en la más estricta economía de medios materiales. La noción de la comodidad más elemental había sido proscrita hacia tiempo de su memoria. Odiaba rodearse de objetos; los objetos contenían los gérmenes latentes de la miseria, la peor miseria de todas, la miseria inanimada; la que engendra fatalmente la melancolía debido a su omnipresencia. Y no era que fuera sensible a las apariencias de la miseria; no le atribuía a ésta ningún valor tangible; para él siempre constituyó una abstracción. Simplemente quería proteger su mirada de una promiscuidad deprimente. La desnudez de aquel cuarto poseía para Gohar la belleza de lo inaprehensible, en él se respiraba un aire de optimismo y libertad. La mayor parte de los muebles y objetos de uso ofendían su vista, no podían ofrecer ningún alimento a su necesidad de fantasía humana. Sólo las personas, con sus locuras innombrables, poseían el don de divertirlo…”.