En la versión post mortem de la columna de Umbral, puerta de atrás del periódico El Mundo, si los autores invitados no incluyen en negrita los nombres de González-Ruano, Ortega, Heidegger, Menéndez Pelayo o Maiakovski es que no tienen ni preparación, ni cultura, ni puta idea de escribir. Por eso un pobre bloguero como yo se anima, desde la frivolidad del ciberespacio, a elevar ese listón intelectual hasta niveles estratosféricos. Reservo toda la negrita para un solo nombre: Ana Rosa Quintana.

Ana Rosa en negrita, qué ironía. Muchos de ustedes pensarán que quien realmente merecería figurar en letra oscura es el negrito de Ana Rosa. Un chiste fácil, sin connotaciones racistas, que nos recuerda que un escritor sin rostro pero con apellido le escribió a la presentadora al menos uno de sus insustanciales libros.
Pese a escribir personalmente sus libros, o seguramente por eso, Umbral jamás fue un hombre mediático. Es más, era el prototipo de personaje anti televisivo. No es que la cámara no le amase, es que no quería verle ni en pintura: mirada difuminada en el fondo de unas gafas de culo de vaso, patillas de hombre-lobo, media melena canosa, bufanda… La cámara se enamora de otro tipo de varón, más viril, con más carisma, con menos conversación, menos letrado. Ya saben, surtidores de testosterona de la talla de Coronado, Bertín Osborne o Jiménez Losantos. Pero el pobre Umbral… Su relación con la televisión fue lamentable: el día en que murió, en el informativo de Telecinco subtitularon la noticia con un miserable “Maestro polémico”. En el resto de cadenas se abalanzaron sobre los archivos en busca de la famosa entrevista en la que el escritor, malhumorado y algo trompa, se encaraba con Mercedes Milá y le decía que estaba allí para promocionar su libro. Ése era Umbral para la televisión: un señor con aspecto huraño y dos copas de más que se encaraba con la presentadora.
La presentadora de televisión, ese moderno icoño (a Umbral le hubiese gustado este juego de letras), tiene una indiscutible reina gótica (de lo siniestro): Ana Rosa. Ella sí que es televisiva, la puñetera, puesto que domina como nadie el arte de atraer audiencias, rellenando con botox mediático no sólo sus irregularidades físicas, sino las escaletas de sus programas. Le gusta abrir boca, por ejemplo, con un buen asesinato: “Horacio la dio un beso. Después la roció con un líquido inflamable. Acto seguido la prendió fuego”. O con algo de sexo enfermo y sádico: “Su hija tenía diez años cuando fue violada y se quedó embarazada”.
Mortal y Ana Rosa.
“En el remolino del horror, cuando sólo eres piedra de dolor y miedo, mineral de espanto, nace, como una flor en la roca, la imaginación, la metáfora metaforizando sobre la enfermedad, la visión distanciada de uno mismo… ¿El espanto puede dar lirios?” escribió Umbral en tal vez su mejor libro (“Mortal y Rosa”). En estos días se debate, por enésima vez, dónde está el límite de la televisión: un hombre ha matado a su novia después de que ella le rechazara en un programa. Fernández de la Vega, Vicepresidenta del Gobierno, se reunirá mañana con responsables de UTECA (Unión de Televisiones Comerciales Privadas) para estudiar medidas contra la violencia doméstica. Una pérdida de tiempo, me temo. Recuerden que ya existe un Código de Autorregulación y un Horario de Protección Infantil. Serán más papeles mojados.
Son muchos los programas que caminan arrastrando los pies por la mierda. Saben que la violencia de género no puede ser utilizada como espectáculo. Que ni siquiera debería ser valorada como un contenido informativo más. Pero no les importa. Tienen una meta: la audiencia, el dinero. El “Tomate” (Telecinco) es un clásico, y el “Diario de Patricia” (Antena 3) está de moda por siniestras circunstancias, pero…
En “El programa de Ana Rosa” se concentra toda la peor televisión que se hace en España. Si el marciano que utilizamos habitualmente como ejemplo de ignorancia terrenal llegara por enésima vez a nuestro planeta, y quisiéramos enseñarle lo que es la teleporquería, sólo tendríamos que darle una copia de ese programa. El alienígena podría contemplar, en pocos más de tres horas de demoledora intensidad, un amplio surtido con lo peor de nuestra civilización: asesinatos y violencia doméstica, seres deteriorados (la ex de Jesulín, un conde italiano, la cuñada de Rocío Jurado), reporteros del corazón, un forense, desechos humanos en forma de concursantes de “Gran Hermano”, periodistas manipuladores…
La muerte, morbosa pasión que nos posee, y el chismorreo, lo rosa, es todo lo que necesitan nuestras televisiones para hacer un programa de éxito. Eso y, por supuesto, una presentadora capacitada para realizar el maridaje con solvencia. Mezclando lo mortal y lo Ana Rosa se obtiene la gasolina que prende la llama del éxito, el combustible que ilumina las mañanas desaboridas, el carburante que incendia programaciones ganadoras.