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Crueldad infinita

“El hombre nace malo y la sociedad lo empeora. Su tendencia natural es a obrar mal y no tiene redención”. Fernando Vallejo.

Siempre he pensado que el auténtico problema de la llamada “fiesta de los toros”, lo verdaderamente preocupante, no son las corridas que se celebran en las grandes plazas. Espectáculos casposos pero medianamente organizados, en los que la parafernalia que rodea la lidia intenta disimular la sangría. Este es un circo macabro que se está muriendo solo.

Lo verdaderamente preocupante son los efectos colaterales. El terrible holocausto herbívoro que tiene lugar en esos cientos de pueblos que han convertido la tortura en tradición, que parecen disfrutar con el maltrato animal, que hacen del suplicio a una vaquilla el centro de sus celebraciones patronales. Esas fiestas que convierten a los hombres en bestias.

Lo espantoso de la tauromaquia es que va mucho más allá del toro banderilleado y picado en una plaza. Lo tremendo de la cultura taurina es la decadencia de la misma, esos vecinos embrutecidos en fiestas, esos ayuntamientos que alimentan a la bestia, esos miles de novillos y vaquillas asesinados de manera cruel. Golpes, estrés, pinchazos, sangre, estoques atravesando sus cuerpos en desarrollo… Todo delante de niños condenados a contemplar esa barbarie.

Me acuerdo de un viejo post: España no es un gran país. No lo es. Ningún país que hace de la tortura una fiesta puede ser grande.


Hermanos de sangre

El mundo entero se ha horrorizado ante la muerte agónica de Cecil, el hermoso león abatido por un cazador desaprensivo en Zimbabue. El grito ha sido unánime en todo el planeta: ¡Basta de maltrato a los animales! ¡No a los desaprensivos que disfrutan torturando seres vivos! El cazador norteamericano se ha convertido en un proscrito, la caza está en entredicho, las compañías aéreas se niegan a transportar trofeos, los ciudadanos exigen respeto por los animales.

El mundo entero, ese que se ha estremecido con la desaparición de Cecil, debería conocer la muerte dramática de Guapetón, el toro derribado el pasado miércoles por el disparo efectuado por un ¿cazador? en plena calle de San Juan de Coria (Cáceres). Guapetón era un toro bravo que fue tiroteado tras hora y media de encierro, “en estado de agonía y agotamiento”. Las imágenes del fusilamiento callejero deberían, lógicamente, espantar a todos aquellos que se horrorizaron con la muerte de Cecil.

Guapetón y Cecil son hermanos de sangre. Y de sicario: el hombre. El resto son detalles: la caza, las fiestas patronales, las tradiciones… ¿Veremos la fotografía de Guapetón, como la de Cecil, en el Empire State? Me temo que no.

Si usted se fija en la primera imagen del vídeo puede que llegue a ver en el escopetero que apunta a Guapetón la figura de un torero entrando a matar. Ese porte aguerrido que te confiere la superioridad intelectual, esa determinación, ese público expectante. No hay tanta diferencia entre una corrida de toros en Las Ventas y una sangría de novillos en la carrera de un encierro en Coria. ¿El orden de la lídia? ¿El respeto al astado? ¿El arte supremo? No se yo qué pensará el animal. Quizá la corrida sea simplemente una forma de organizar la tortura, de llamar fiesta al martirio, de dar apariencia civilizada a un hecho abominable. De legalizar un suplicio. De justificar una carnicería. Un intento por convertir en hermoso, valeroso y hasta heroico el tormento de un animal inocente.

La caza mayor, como los espectáculos taurinos, son ejemplos perfectos de maltrato animal. Llevarse las manos a la cabeza con la muerte de Cecil y justificar las de cientos de Guapetones a lo largo del verano ibérico, en nombre de las tradiciones y la diversión, sólo demuestra cuán grande puede llegar a ser nuestro nivel de hipocresía.

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Tradiciones

Es tiempo de fiestas patronales. Como cada año, la excusa perfecta para beber como cerdos, invocar a seres imaginarios y maltratar animales. Es la grandeza de las tradiciones, el salvoconducto perfecto para retroceder en el tiempo y rescatar las peores costumbres, las más degradantes prácticas, los hábitos más vergonzosos. De entre todas ellas destaca una: el Toro de la Vega. Sí, es el post de cada año escrito y colgado con unos días de antelación. Un post necesario, me temo. Si no para impedir la tortura de un herbívoro, al menos para intentarlo. Y por supuesto para recordar la capacidad del ser humano para, amparado en el grupo, hacer el mal.

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El Toro de la Vega es una vergüenza nacional. “Esa es la maldad enquistada, la lícita, y por lo mismo la más vergonzosa y doliente”, escribe de manera magistral Julio Ortega Fraile, coordinador de la plataforma Manos Rojas (El Mundo de la Cultura contra el Toro de la Vega), en la que se ha convertido en mejor sección del diario El País: Cartas al director. “Hay hombres y mujeres que dedican tiempo, esfuerzo y dinero a proteger a unas de las víctimas más vulnerables de nuestra sociedad: los animales. Hay bomberos, policías, activistas y ciudadanos anónimos que no dudan en poner en riesgo su propia vida por salvar a un perro o a una ballena. Y hay hombres que, cada año, desde hace casi 500, cogen una mañana sus lanzas y salen al campo en Tordesillas para alancear a un toro”.

Poco más que añadir. Salvo que la víctima de este año se llamaba Elegido, y que será torturado por un grupo de valientes mozos. Marca España: el Torneo del Toro de la Vega fue declarado fiesta de interés turístico en España en 1980 y espectáculo taurino tradicional en 1999. No todos piensan igual: el Partido Animalista ha puesto en marcha esta semana una campaña contra el Toro de la Vega en la que diferentes artistas piden que se acabe con tan triste espectáculo. Afortunadamente, el Parlamento Europeo ha admitido a trámite la solicitud de este partido para investigar y poner fin a este miserable espectáculo.

Firma por el fin del Toro de la Vega

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España deja Marca

“El hombre sano no tortura a otros, por lo general es el torturado el que se convierte en torturador”. Carl Gustav Jung, psicólogo y psiquiatra suizo.

Perdone el burdo juego de palabras del título. El tema de hoy no tiene ninguna gracia: pisotear a un hombre indefenso resulta de una violencia y una sordidez  insoportables. Si los torturadores son miembros del ejército de tu país, sólo se puede sentir una vergüenza enorme. Tanta como para hacernos pensar que lo único razonable en estos momentos sería pedir perdón. Pero no es cierto: exigir responsabilidades resulta imprescindible. El contenido de estas imágenes terribles no debería quedar impune en un estado verdaderamente libre y democrático…

El País ha mostrado este vídeo, apenas 40 segundos, en el que se puede ver a un grupo de cinco soldados españoles patear a dos prisioneros iraquíes en una celda de Diwaniya, la base principal de las tropas españolas en Irak, en los primeros meses de 2004. Se ven las patadas y empujones, y se escuchan gemidos, golpes y jadeos, y la voz de los soldados pidiendo al maltratado que se levante. La secuencia, que resulta breve pero absolutamente espantosa, acaba con una frase demoledora: “¡Jo! A éste se lo han cargado ya”.

Torturas. Como las que ya conocemos de soldados de otros ejércitos. Torturas como las que se justifican veladamente en la película “Zero Dark Thirty”. Torturas de las que debemos conocer muchos más detalles. Torturas cometidas por quienes creíamos trataban de imponer la paz, bajo la bandera de un país y las normas de unas Fuerzas Armadas de las que se suponía debíamos sentirnos orgullosos. Por aquello de la patria, el honor y la lealtad. En el PSOE creen que se trata de “un hecho aislado”. En el PP, como de costumbre, callan. Ni Aznar niTrillo han abierto la boca.

Dijeron que la guerra de Irak había terminado, pero lo cierto es que dejaron las heridas abiertas y rociadas con sal. El conflicto, que costó más de un billón de dólares y acabó con la vida de un millón de iraquíes y 70.000 soldados norteamericanos, más muertos que en Vietnam, continúa en proceso de descomposición diez años después: Irak sufre una enorme inestabilidad política, el número de parados aumenta, los servicios básicos, las relaciones sociales y la situación económica de los ciudadanos continúan bajo mínimos… y los atentados con decenas de muertos se producen prácticamente a diario.

Nunca es tarde para exigir responsabilidades a torturadores y criminales de guerra. A los nazis aún se les persigue y juzga. Y acaba de arrancar el histórico juicio a 25 acusados, entre ellos los ex presidentes de facto Jorge Rafael Videla y Reynaldo Bignone, por el Plan Cóndor, ese proyecto a través del cual las dictaduras de Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Paraguay y Uruguay, con el apoyo de Estados Unidos, coordinaron la persecución de líderes políticos opositores.

Me temo que en España no tenemos esta costumbre tan sana de desenmascarar, enjuiciar, y si es necesario castigar, a los responsables de torturas y crímenes bélicos. Lástima. Sería un signo inequívoco de salud democrática.

 

Un motive para NO ver la televisión

Billy Bragg

Cd: Tooth & Nail.

El primer disco de estudio de Billy Bragg desde 2008, el número trece de la carrera del cantante y compositor londinense, está producido por Joe Henry. Y suena como se supone debe sonar un disco producido por Henry: sutil, elegante, complejo, lleno de matices… El activista político se pone el traje de los domingos y se marca un disco musicalmente impecable, quizá menos combativo que otros, pero mucho más rico instrumental y vocalmente de lo que nos tenía acostumbrados. Folk, country, soul… en un retorno a los momentos más melancólicos de su colaboración con Wilco.

Buenas y abundantes guitarras arropan la voz contenida de un Bragg en el papel de narrador, capaz de susurrar y sugerir. Voz grabada, por cierto, en una sola toma en todas las canciones. Bragg se ha alejado de Inglaterra para grabar en California, en unas sesiones que han durado cinco días, pero no ha registrado un disco especialmente luminoso. Le acompañan en este trabajo Greg Leisz (Bon Iver), Patrick Warren (Lana Del Rey), Jay Bellerose (Regina Spektor) y David Piltch (Ramblin’ Jack Eliot).

Tooth & Nail supone el retorno del Billy Bragg más maduro y consistente de todos los tiempos. El  reencuentro gozoso y sereno con un viejo colega.