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Juega, desgraciado

Entro en la web de Marca, para ver los horarios de la Liga… y directamente me envía a la página marcaapuestas.es. Bajo a la calle a comprar el pan y paso por media docena de locales de apuestas, donde entran y salen jóvenes. Pongo la televisión y Coronado, Ronaldo, Del Bosque y Nadal, e incluso algunos periodistas, me sugieren que, si quiero ser un triunfador, como ellos, tengo que apostar mi dinero. La verdad es que tienen ofertas fabulosas: te regalan los 150 primeros euros. Es decir, que con lo listo que soy nada más fácil que jugarme ese dinero y ganar una fortuna. Sin riesgo alguno, puesto que si pierdo los 150 euros me retiro y se acabó. ¡Venga, vamos a ganar una pasta fácil!

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Vivimos en un mundo en el que se cierran librerías, cines y colegios rurales… mientras se abren salas de apuestas. Un mundo en el que insaciables deportistas y actores millonarios, para ganar cuatro duros más, incitan a los ciudadanos a convertirse en ludópatas. Afortunadamente, venimos de otro mundo que no debemos olvidar.

Mi abuelo me contó que un vecino de su pueblo se jugó a su mujer a las cartas. Antes se había jugado la casa, y eso fue tras perder todo su dinero. A mi abuelo le gustaba mucho jugar al mus, y al tute, pero nunca con dinero. Cada vez que jugábamos me contaba de alguien que se había arruinado con el juego, que había destruido su vida y la de su familia. Me prohibió jugarme un duro. “El dinero se gana trabajando”, me decía.

Las nuevas ludopatías no están diseñadas para mi abuelo, sino para los nuevos ludópatas. Ya no se apuesta a los galgos en un canódromo en ruinas o se juega al poker en una timba sumergida en humo de Farias. Ahora jugar es cool: lo hacen los actores, los futbolistas, los tenistas. Jugar es cosa de ganadores. Por ejemplo de los chavales de los barrios humildes de ciudades con altos índices de desempleo, que es donde las casas de apuestas proliferan como setas. O de jugadores on line, que pierden hasta los calzoncillos sin salir de casa. Jugar es la mejor alternativa a la miseria, qué duda cabe. También a estudiar o trabajar.

Hablan de las nuevas ludopatías como de la enfermedad del futuro. Del futuro cercano, añadiría, tras echar una ojeada a mi ciudad, a mi mundo. Y a unos enfermos jóvenes que pueden sufrir, junto a los suyos, de manera aún no calibrada. Mientras tanto, el Gobierno hace caja. Menos mal que mi abuelo no puede ver esta diabólica mutación de aquello que tanto odiaba.

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Un motivo para NO ver la televisión

Push. La aventura de un escalador más allá de los limites.

Autor: Tommy Caldwell.

Editorial: Desnivel.

Maquetación 1

Tommy Caldwell es uno de los escaladores más grandes de todos los tiempos. Esta es su autobiografía, una historia que habla de rocas afiladas, de paredes vertiginosas, de ascensiones más allá de los límites… y también de seres humanos. De todas aquellas personas que han tenido algo que ver en la vida, profesional y personal, del hombre que completó, en diecinueve días y estilo libre, la escalada en roca más difícil de todos los tiempos: Un muro de 900 metros, prácticamente vertical, que se levanta en El Capitán (Yosemite) a la que todos llaman Dawn Wall. Documentada jornada a jornada por el New York Times (no se pierdan este reportaje/infografía), esta hazaña fue la guinda a una carrera de ensueño.

Caldwell no solo es un gran escalador. También es un escritor interesante. Por eso este libro largo y denso, las memorias detalladas de su vida, se devora. Aunque lo cierto es que no dejan de suceder cosas alrededor de nuestro hombre, tanto a nivel personal como profesional. Caldwell habla de sus paredes y montañas favoritas, pero también, y con detalle de su familia, de las mujeres de su vida, y por supuesto de los momentos que marcan su carácter a través del tiempo. Por ejemplo, el instante en que mata a un hombre. No les desvelaré la historia, es demasiado alucinante…

“Acababa de matar a un hombre. No a un malvado villano, sino a un hombre no muy distinto a mi. Asustado y joven. Un hombre que probablemente tenía una familia en casa, esperando su regreso. Grité a Dios que me despertara de aquella pesadilla. Era demasiado horrible para ser verdad. Temblaba sin control y me preguntaba si no me estaría volviendo loco”.

Caldwell se desnuda en este libro, mostrando todas sus dudas y miedos. Habla de los problemas de su niñez, marcada por su exigente padre culturista y escalador (“un reflejo de su ego, fanfarronería o necesidad de destacar entre la multitud”), y también de sus problemas para relacionarse con el resto del mundo, su facilidad para entrenar, para concentrarse, para escalar. Cuenta sus primeros éxitos, sus contados fracasos, y por supuesto detalla su relación apasionada con el gran amor de su vida: El Capitán.

“Aquel tiempo fue mi primera vez en El Capitán en que me pareció estar enfrentándome a mis limitaciones físicas. Escalaba solo y sin que nadie me viera, sintiendo que tal vez estaba llevando la escalada libre en big wall al máximo nivel jamás intentado. Combinaba todo lo que había aprendido, y entrenaba mi cuerpo para conseguirlo. Me encantaba vivir en mi pequeño mundo secreto. Mi cuerpo respondía a mis demandas mejor que nunca; hora tras hora y día tras día conseguía sobrepasar mis límites, una y otra vez, solicitando –exigiendo- a mi cuerpo que se contentara con menos sueño, menos comida y menos agua. Cada noche dormía profundamente, tras adormecerme con una sonrisa satisfecha, sorprendido y complacido al ver lo poco, y lo mucho, que mi organismo era capaz de aceptar. Escalaba hasta que se me caían las uñas de los pies y la piel de los dedos se hacía trizas, esforzándome para descifrar las secuencias increíblemente difíciles y progresando un poquito cada día. Llegué a amar el silencio y empecé a aceptar ese ansia de mejorar que era la base de casi todo lo que había logrado en la vida”.

Lean a Caldwell. Ha tenido una vida intensa, ha marcado a toda una generación de montañeros, ha creado un estilo propio… Y lo cuenta de maravilla en un libro que ya es un clásico de la literatura de montaña y aventura.