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Un día tan raro

El viernes fue un día extraño. No es normal comer  con Miguel Ángel Rodríguez, cenar con el Cholo Simeone y tomarse la décima copa con hordas de mongoles y gallegos. Le cuento… Amaneció una mañana soleada y apacible en la comarca de Talavera de la Reina (Toledo). Apenas dos horas después, al atravesar el Puerto del Pico, el termómetro del coche marcaba un grado centígrado. Lloviznaba. En la radio sonaba Manolo Tena: “Tan raro, tan raro, es un día tan raro…”. En el Puerto de Menga, las vacas avileñas husmeaban con el morro entre la nieve buscando algo de pasto.

Comí con MAR en el restaurante “El Rancho”, en las afueras de Ávila. Bueno, no en la misma mesa, a ver si me entiende usted. En una cercana. Pero la distancia no importaba, unos centímetros o diez metros, porque todos los comensales parecíamos obligados a compartir almuerzo con MAR: el mamporrero de Aznar hablaba a gritos, para que todo el mundo se enterase de su brillante discurso, de sus geniales anécdotas, de sus chisposas reflexiones. “Tenía el teléfono del presidente…”, aullaba mientras levantaba el móvil para que lo viese todo el mundo.

MAR es un necio de manual. Ante el asombro de los clientes del restaurante, encadenaba sandeces dirigidas más allá de sus compañeros de mantel. Un mantel, por cierto, con vino tinto y whisky Macallan. Frases que pretendían ser graciosas, que se regodeaban en sus propias miserias, que rebotaban en las paredes inundando el restaurante de mierda. Chascarrillos fruto de la soberbia, de la ignorancia y sobre todo de la estupidez.

“En Madrid, tortas como las mías trescientas” (risas).

“No, no me traiga otra copa que tengo que conducir” (risas).

“Me tendré que tomar otro Macallan, y pídele algo a Alejandro no vaya a estar yo solo en el calabozo” (risas).

Compartir restaurante con MAR revuelve las tripas, dispara la secreción de bilis y provoca arcadas. Comer con MAR es un puto asco. Parecía que el día se había torcido definitivamente cuando, coño, llegó Miranda y cabeceó en el primer palo ante la atenta mirada de Xavi Alonso y la estirada inútil de Diego López. La décima, para el Calderón. Atléticos cantando por las calles mojadas de Madrid, recorriendo ese sendero de flores que lleva del Bernabéu a Neptuno.

“¿Quiénes somos? ¿De dónde venimos? ¿A dónde vamos?”. Las eternas preguntas surgían de las entrañas de la tierra, de una cueva del pleistoceno situada entre el estadio y la plaza. El Sol. Fiesta de la revista Mongolia, con Siniestro Total descargando rock and roll más allá de la una de la madrugada. Como en los buenos tiempos, Madrid parecía la ciudad más divertida, musical y vitalista del mundo.

¿Quién se acordaba para entonces de tipos como MAR? Bailaremos sobre sus tumbas…

 

Un motivo para NO ver la televisión

Sin pasaje.

Autor: J Eric Miller.

Editorial: SUMA de letras.

Una chica escapa de Nueva Orleans conduciendo un Mustang, con el huracán Irene soplándole en la nuca. Quiere llegar a Seattle, donde imagina le espera un antiguo amor. El comprensivo, cariñoso y blandengue George. En el maletero del coche lleva el cadáver de su último novio. El manipulador, brillante y tramposo Jack. Como se siente muy sola, busca una compañera de aventuras: una gallina moribunda. En una parada forzosa intenta atropellar a quien intenta sacarla del barro. La cosa tiene buena pinta ¿verdad?

Añada a este follón un cerebro desquiciado, el de la protagonista, y tendrá una novela breve, con buen ritmo y cientos de tópicos del género. Del género de las escapadas, de las carreteras USA, del sexo atormentado, de la violencia macabra. Esa gallina que picotea el ojo del muerto…

J Eric Miller, escritor de la Norteamérica profunda, ofrece un viaje de ida por senderos comunes, recorridos en cientos de ocasiones. Tiene su gracia, y se lee de un plumazo, pero no añade demasiadas cosas a la historia de la novela negra.

Las dos españas

“Ha muerto, acribillado por los besos de sus hijos”. Epitafio. Leopoldo Panero.

Recuerdo una juerga en Vigo con Julián Hernández, líder intelectual de Siniestro Total. Por aquel entonces yo trabajaba en El País, y los gallegos presentaban su nuevo disco con una actuación en casa. Comimos y bebimos como bestias, dieron un gran concierto, y continuamos divirtiéndonos hasta que amaneció. Julián me acompañó directamente del bar donde desayunamos unos orujos con magdalenas al aeropuerto. Oliendo a garito y a priva me desparramé en el asiento del avión. No olvidaré jamás ese viaje, esa bolinga, porque unos segundos antes de despegar, y mientras abría la bolsa de papel para echar las asaduras, llegó mi vecino se asiento… Juan Luis Cebrián.

¿Por qué le cuento todo esto? Porque uno va estando cebolleta. Y también porque mi compañero de farra resultó ser un sabio. Un puto sabio. Ayer noche, a eso de las diez, Julián colgo un tuit en el que están, reunidas, la más precisa crítica de televisión y el mejor resumen de la sociedad española actual. Y todo en mucho menos de 140 caracteres: “Las dos Españas: la que ve ‘X-Men’ y la que ve ‘El Desencanto’”.

“El Desencanto” es una película documental que, dirigida en 1976 por Jaime Chávarri, cuenta las vidas cruzadas de la familia del poeta Leopoldo Panero. Su viuda Felicidad Blanc y sus tres hijos, Juan Luis, Michi y Leopoldo, se dirigen a cámara con sorprendente naturalidad para contar sus miserias familiares, y las pesadillas y obsesiones que les atormentan, en una cinta absolutamente inolvidable. Por angustiosa y sorprendente, por la axfisiante figura del patriarca, omnipresente, por cómo describe la mezquina sociedad española de entonces, y sobre todo por ese desprecio que transmite hacia todo tipo de hipocresías y cinismos. Casi tres décadas después, la descarnada autopsia de una familia única, construida a golpes de alcohol, pedantería y genialidad, sigue hipnotizando al espectador.

En La 2 (TVE) emitieron “El Desencanto” mientras en La Sexta se podía ver “X-Men”, una producción millonaria dedicada a unos violentos patriotas vestidos con mallas. ¿Las dos Españas? Efectivamente. Los intelectuales malditos de Astorga, en riguroso blanco y negro, contra los super héroes norteamericanos de la Patrulla X, a todo color y en 3D. Poetas contra mutantes. Leopoldo, Michi y Juan Luis se enfrentaban a Magneto, Wolverine y Mercurio. Una batalla desigual con un final previsible.

P.D.

Mientras tanto, en las calles, decenas de miles de estudiantes de secundaria de toda España (ESO, bachillerato y FP) siguen  en huelga. Luchan por su futuro. Reclaman al Ministerio de Educación que de marcha atrás en los recortes, que ya han supuesto una pérdida en los presupuestos escolares de más de 6.300 millones de euros desde 2010. Y que retire la reforma de la ley que está impulsando, considerada segregadora e injusta. También exigen la dimisión del ministro José Ignacio Wert.

 

Un motivo para NO ver la televisión

Julian Barnes.

El sentido de un final.

Editorial: Anagrama.

Barnes es, definitivamente, uno de los escritores británicos más interesantes de las últimas décadas. Éste su último libro está dividido en dos partes relacionadas pero bien diferencias. En la primera cuenta la adolescencia de Tony Webster y sus colegas de instituto, una pandilla que parece capaz de vivir el resto de sus días como una piña. Leen, escuchan música, salen con chicas… y sueñan con un futuro excitante y exitoso.

Pero un buen día la vida de uno de los amigos de Tony sufre en revés. Y ellos no están a su lado. En la segunda parte del libro nuestro protagonista recibe la carta de un abogado. La madre de su primera novia le deja en herencia quinientas libras y un manuscrito. Veronica, la novia, se niega a entregarle el texto.

“Todos sufrimos algún daño, de uno u otro modo… Algunos admiten el daño y tratan de mitigarlo; algunos pasan sus vidas tratando de ayudar a otros que están dañados; y luego están aquellos cuya mayor preocupación es evitar más daño, a cualquier costo. Y ésos son los implacables, y de los que hay que tener cuidado”, escribe un Barnes que parece reclamar coherencia con las decisiones tomadas. Y asumir los errores con naturalidad: “Y eso es una vida, ¿no es verdad? Algunos logros y algunas decepciones”.

Barnes utiliza esa trama, en ocasiones casi policiaca, para reflexionar sobre las contradicciones y el remordimiento, la soledad y la mentira, el deseo y la amistad, o la necesidad ineludible de compartir. Un libro breve que acaba con una frase que lo resume a la perfección: “Hay acumulación. Hay responsabilidad. Y, más allá de ellas, hay desasosiego. Un gran desasosiego”.