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Me despierta un señor con voz cantarina que asegura que “quince millones de euros buscan padre”. Me rasco las legañas y los testículos, por ese orden, orino y aún me ducho con su cantinela sonando todavía de fondo: “Es la lluvia de la ilusión de la ONCE”. Mientras me visto han cambiado el individuo y el discurso: “la red Renault le invita a probar su nueva tecnología…”. La emisora de radio arranca automáticamente cuando se lo pide el despertador que he programado a las siete y media de la mañana. Es decir, que lo primero que escucho al comenzar el día son ofertas de lotería y de coches. Tomo un zumo de naranja y un poco de fruta ojeando la tableta, esas noticias tempraneras que me inundan de banners, pre-rolls con superposición de anuncios y rich media. Cuando inmediatamente después llevo a mi hija al colegio, los grandes carteles de Decathlon y Media Markt que se levantan a los lados de la carretera se introducen en mi cerebro como las imágenes de un viejo zoótropo. Son consejos que se funden con los de la radio, que sigue sonando en el coche por unos altavoces acojonantes: “El Corte Inglés presenta ropa con tonos que proponen serenidad, el nuevo natural, con faldas a 20,99 y pantalones campana”. Nada más dejar a la niña en clase desayuno en un bar, con los periódicos de papel, ya sabe, cada vez más reflexión y menos última hora: “Máxima definición a un precio mínimo con El País: reproductor Blue-Ray + DVD Phillips + película Avatar por solo 39,99 euros”.

Y así todo el puñetero día…

el roto ok

Hasta que ya por la tarde, con el cerebro convertido en fosfatina, poco más que un catalogo de coches, de perfumes, de grandes almacenes, de preservativos, de comparadores de seguros, de empresas de telefonía, de comida basura y hasta de remedios para la disfunción eréctil y la hiperplasia benigna de próstata, trato de relajarme. Una buena película. En el cine, como debe ser, pantalla grande, buen sonido, cómodas butacas. “Philomena”, de Stephen Frears, una historia de niños robados a la irlandesa, que por algo es San Patricio.

La película no está mal. Es más, está bien. Pero incluye un catálogo publicitario subliminal, por decirlo suavemente, del que no me avisaron al comprar la entrada. Y por el que no me hicieron ningún descuento en el precio de la misma. El protagonista conduce un BMW, y lo cuenta. Duerme en la cadena de hoteles W Hotels, de la cual puedo admirar desde la puerta principal, con el nombre iluminado, hasta las excelentes habitaciones. Los viajes se realizan en British Airways, una compañía con excelentes butacas, y buenos servicios gratuitos, como copas de champaña en categoría preferente. ¿Y qué mejor en Irlanda que tomarse una Guinnes? Una de mis cervezas favoritas en manos del actor principal, que muestra a cámara la pinta en todo su esplendor, ese color negro azabache, esa espuma perfecta.

La publicidad se ha instalado en todos y cada uno de los aspectos de la vida, no es nada nuevo. Sí lo es, al menos para mí, que en el cine lo haya hecho de manera tan descarada: no es el cartón de leche que aparece en la cocina de la serie española cutre, esa que ves gratis (?) en una cadena de medio pelo. Es el BMW que te vende el protagonista de una película por la que has pagado siete euros en taquilla. ¿Dónde empieza y dónde acaba la publicidad? ¿El guión es publicidad? ¿Los actores son actores o publicistas? ¿Se debe pagar lo mismo por una película con publicidad insertada que por una limpia?

Y es que, como dijo en una ocasión el historiador británico Arnold J. Toynbee“no se me ocurre ninguna circunstancia en la que la publicidad no sea un mal”.

Un motivo para NO ver la televisión

Scott

Ha muerto Scott Asheton, batería de los legendarios Stooges. Siempre hay motivo para recuperar a esta gran banda nortemericana, liderada por el mejor Iggy Pop, allá por el comienzo de los setenta. Y para escuchar dos de sus discos, “Fun House” y “Raw Power”, sin duda parte de la historia del mejor rock and roll jamás grabado.