“Mañana al taller, podéis venir de mecánicos”, dijo el Rey de España reconvertido en monologuista de “El club de la comedia”. Como el abuelete que, sentado al sol en la residencia, cuenta una y otra vez la misma anécdota, Juan Carlos se aferró a lo mejor de su repertorio: ese viejo chascarrillo que sigue consiguiendo que sus fieles seguidores (vasallos) se partan el pecho. “Lección de buen humor del rey en la víspera de su operación”, rezaba el pie de foto de La Razón, fancine que llevó el chiste real a su portada.
En España, este es el nivel de la prensa, de la monarquía y hasta de la sanidad. Porque el rey más campechano de todos los tiempos ejerce de humorista popular, de cachondo, pero a la hora de pasar por el “taller” elige uno privado y se trae al “mecánico” de los USA. Una broma es una broma, pero cuando se juega con la salud cada uno en su sitio: ustedes en alguna lista de espera, yo en mi habitación de la clínica Quirón.
A muchos ciudadanos les gustaría ver al rey operarse en una clínica pública. Sería una forma sencilla y eficaz de defender el sistema sanitario del país en un momento clave: solo unas horas antes de la operación miles de personas, la Marea Blanca, recorrió las calles de Madrid tras la paralización cautelar dictada por el Tribunal Superior de Justicia de Madrid de la privatización de seis hospitales de la Comunidad. Pero no, el rey elige una vez más una clínica privada y a los que critican el gesto les llaman demagogos. Son razones de seguridad, dicen. Motivos logísticos, aseguran. E insisten en destacar la inagotable capacidad de trabajo del monarca: “Su majestad cumple con su agenda hasta solo unas horas antes de la operación”, afirman en Antena 3 refiriéndose a que Juan Carlos recibió a 16 embajadores poco antes de entrar en quirófano.
Con el mismo celo con que cuida su imagen, la de la monarquía, podía velar por la salud de lo público: la reforma del Gobierno deja sin asistencia sanitaria a 2.300 personas cada día. Pero no seamos toca cojones y no metamos el dedo en la llaga. Informemos con rigor y precisión de las cosas importantes. “Al rey le gusta operarse tarde, para que las primeras horas de la convalecencia coincidan con la noche… y despertar de la anestesia con el nuevo día”, asegura sin despeinarse la reportera de Antena 3 desplazada a la clínica.
Una prótesis es una extensión artificial que reemplaza una parte del cuerpo que falta por diversas razones. Al rey le falta cadera, y a los españoles sentido común. Sí, esa facultad que poseen algunos elegidos para juzgar razonablemente las cosas, para tomar las decisiones correctas, para distinguir al gato de la liebre. Si los españoles tuviéramos, mayoritariamente, un mínimo sentido común, no consentiríamos esta antigualla que es la monarquía, una colección de fósiles vivientes solo comparable a un bando de celacantos.
Regresemos al comienzo: el chiste del taller. Y vayamos un poco más lejos en el humor. Porque de tanto ir al taller, lo normal es terminar en el desguace… “¿Y si el rey muere en el quirófano?”, se preguntaba el gran Isaac Rosa en su imprescindible columna en eldiario.es.
P.D.
En el mismo instante en que Juan Carlos entraba en el quirófano para ser operado, las víctimas del franquismo se reunían en el centro de Madrid para denunciar la impunidad de los verdugos y denunciar la inmovilidad de los tribunales. ¿Acaso la Transición no fue ejemplar? ¿Por qué nos cuesta tanto reconocer el franquismo? ¿Será porque no lo hemos superado, porque su esencia aún habita entre nosotros? Nos vemos en el taller de la democracia.
Un motivo para NO ver la televisión
La rata en llamas.
Autor: George V. Higgins.
Editorial: Libros del Asteroide.
Tercer título de George V. Higgins, auténtico maestro de la novela negra norteamericana, publicado primorosamente por Libros del Asteroide. Una novela perfecta para entrar en el hampa que nos propone este maestro del género, puesto que en “La rata en llamas” es donde lleva más lejos, si cabe, la característica que le convierten en leyenda: el diálogo. La historia está contada, prácticamente en su totalidad, mediante conversaciones entre los protagonistas: policías, abogados, chorizos, pirómanos, camareras…
Higgins es el rey de la charla, del palique, del parloteo. Los protagonistas se convierten en narradores. Hablan sobre todo de la trama que sirve de columna vertebral de la novela: un abogado de medio pelo que contrata a dos delincuentes cutres para que incendien un edificio de su propiedad ocupado por negros que no le pagan el alquiler. Pero no solo hablan de eso. Están en bares, en despachos, en la calle, y salpican las conversaciones con detalles de sus trabajos, anécdotas sobre sus miserables existencias, reflexiones sobre su estado de ánimo, su visión del futuro, sus esperanzas y miedos, sus familias…
“La rata en llamas” resulta adictiva. Se lee en el tiempo en que se cruzan un puñado de conversaciones en las calles del viejo Boston.