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El club

Un motivo para NO ver la televisión.

El club.

Autor: Leonard Michaels.

Editorial: Malas Tierras.

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Hombres hablando del trabajo, de la bebida, de la infancia, de la amistad, del sexo, de la ambición, de la muerte, de la familia… Hombres hablando sobre todo de mujeres. Una y otra vez, en un bucle magníficamente trazado por Leonard Michaels, brillante escritor neoyorquino al que ya conocíamos por “Sylvia”, la crónica de un naufragio amoroso editado por Libros del Asteroide.  Editorial Malas Tierras recupera ésta su primera novela, publicada en 1981 y convertida en película cinco años después, con guión del propio Michaels, por Peter Medak. Profesor de la Universidad de California, Michaels sitúa a siete hombres en ese lugar, en una casa donde poco importa para qué se han dado cita. Y abre los micrófonos y arranca la grabadora. Esos tipos hablan por los codos. Tal vez mientan como bellacos, pero lo cierto es que parecen sincerarse ante otros de su misma especie. Tras superar algunas inseguridades y tomarse algunos tragos, hablan. Desnudan sus almas viriles sin darse cuenta, logrando una descripción casi perfecta, en alguna ocasiones tronchante y en otras repugnante, de qué tienen los machos de la especie humana en la cabeza. Lo dicho: un libro a veces divertido, a veces preocupante, siempre irónico y sorprendente. Un descubrimiento.

“El comité me envió un paquete con fotos de novias potenciales de Japón y Filipinas e información sobre el bagaje académico de las novias, su currículum, su nivel de inglés y algo sobre sus personalidades: «A Kiko le gusta cantar y pasear por el campo junto a un riachuelo». Se suponía que uno tenía que decir: «A mí también me gusta» o «Qué mona. Me recuerda a mi sobrina de Virginia».

La información especificaba varias tarifas y el coste total de la novia, las dietas y el billete de avión a Estados Unidos. Yo dejé claro que lo que me interesaba eran las caderas y unas buenas piernas, pero os juro que solo me enviaron fotos de caras, sonriendo, enseñando unos dientes perfectos, como si yo fuera su futuro dentista. En cualquier caso, elegí a una. Voló a San Francisco, una cosita delgada que traía puesto una especie de modelito de colegiala, una radiante chaqueta roja y una falda plisada a juego, con una pulcra blusa blanca abotonada hasta arriba. Exactamente lo que me habían dicho que traería, fácil de distinguir entre la multitud. Me acerqué a ella con el ramo de lirios egipcios que había comprado. Dije: «Hola, soy Harold Canterbury. ¿Eres Kiko?». Aceptó los lirios y bajó la cabeza en una rápida reverencia.

Al mirarla a los ojos, me llevó un segundo darme cuenta de que no sabía una palabra de inglés, pero en su carita no había angustia ni confusión. Sonreí con impotencia y le envié mensajes mentales con la intención de hacerle ver que aprobaba lo que veía y que podíamos ir a por su equipaje. No tenía sentido decir nada. Por mucho cuidado que pongas al pronunciar, una persona que no hable tu idioma no te va a entender. Es una obviedad, pero lo único que te viene a la cabeza es que la cosa requiere mayor análisis. Entonces me di cuenta de que el asunto de la lengua era irrelevante. A Kiko no le importaba en ese momento. Sencillamente, aún no estaba dispuesta a intentar comprenderme ni a dar un paso más. Estaba formándose una idea sobre mí, mirándome de arriba abajo y dándose unos minutos para decidir si coger el siguiente vuelo a Kioto o poner su vida en mis manos. Al final, dijo: «John Wayne», con una voz como de carillón movido por una brisa muy ligera. No imparta cómo lo dijo, porque no supe lo que quería decir. Eché un vistazo alrededor como si fuese a distinguir a John Wayne en las inmediaciones, aunque estaba casi seguro de que el tipo estaba muerto. Creo que igual lo dije. «John Wayne está muerto.»

Ella repitió: «John Wayne», y esta vez me sonrió y rápidamente entendí que pensaba que me parecía a John Wayne. No me parezco en nada a él, pero qué más da. Qué mal había en que esa pequeña y bella criatura pensara que me parecía a John Wayne.

Lo repitió varias veces de camino a casa, con una risita nerviosa cada vez. Al rato yo también estaba diciéndolo y riendo. Fue, creo, uno de los momentos más felices de mi vida, conducir de vuelta a casa con mi pequeña Kiko, riendo juntos como tontos que han ganado un premio por el mero hecho de estar vivos”.