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Ridículo

Estaba sentado tranquilamente en la terraza del bar de mi pueblo, una diminuta población castellano manchega de apenas cien habitantes, leyendo y tomando una cervecita, cuando una noticia del informativo de La Sexta me obligó a levantar la mirada del libro de Joyce Carol Oates. “Las bermudas no son para cincuentones”, sentenciaba una presentadora, joven e imagino que impecablemente vestida. Y empezaron a emitir imágenes de abuelos más o menos deteriorados y barrigudos con pantalones piratas, camisetas de Puerto Banús y mocasines con calcetines blancos. Imágenes de una repugnancia estremecedora que, afortunadamente, no desentonaban con el resto del informativo: un asesino en serie, un atropello en Michigan, un alunizaje en un banco, un niño muerto encontrado en un basurero, una promo de “Al rojo vivo”

Apuré el botellín de Mahou cinco estrellas y bajé la cabeza hasta tocar con la barbilla el pecho. Me lo temía. Un tipo con más de cincuenta años, lejos de la perfección abdominal, vestido con una camiseta de Johnny Cash, un pantalón corto y una chanclas. Mientras, en La Sexta seguían poniendo las cosas en su sitio: “Los estilistas aseguran que son el sector que más difícil lo tiene para vestirse sin hacer el ridículo en verano y aquí van consejos para ellos: olvídense de las camisas de manga corta, los piratas, las bermudas y las sandalias”.

Un duro golpe: acababa de enterarme por la televisión de que pertenecía “al sector que más difícil lo tiene para vestirse sin hacer el ridículo en verano”. En ese instante, un cincuentón normal se hubiese hundido, quizá hubiese regresado a la mariconera y la gorra de Repsol. Pero los cincuentones que escribimos para Vanity Fair, meca del glamour y el buen gusto, somos de otra pasta: pedí otro botellín, con unas anchoas con patatas fritas. Inteligente decisión. Inmediatamente después, las imágenes del Rey Juan Carlos llegando a Brasil me devolvieron la esperanza: don Emilio Botín, presidente del Banco Santander, recibió al monarca en el aeropuerto… ¡luciendo triángulo de las bermudas! Pantalón por debajo de la rodilla, camiseta y calcetines blancos. ¡Don Emilione es de los nuestros!

En cualquier caso, me gustaría agradecer a la dirección de La Sexta, y más concretamente a su responsable de informativos, las lecciones de periodismo, gallardía y guapura impartidas desde su magnífico noticiero. Un gran trabajo. Si el Huffington Post ha ganado un premio Pulitzer, no deberíamos descartar otro para los periodistas de La sexta. Y es que si esta cadena se ha caracterizado por algo a lo largo de su historia ha sido por el buen gusto. Una apuesta por la sublimidad estética que comenzó  incluso antes de crear la cadena, cuando su actual presidente, Emilio Aragón, calzaba chaquetas de retales de colores, zapatos diez tallas mayores y nariz de goma. ¡Eso era clase, y no la de esos viejos chochos que se pasean en chanchas y bermudas!

Lecciones de distinción y lindura que han seguido impartiendo a lo largo de los años. Sus momentos de mayor intensidad y compromiso con la armonía y la estética quizá han tenido lugar cuando eligieron al Koala para cantar el himno del Mundial de Alemania, cuando presentaron al Chikilicuatre a Eurovisión o cuando apostaron por las videntes en su comprometida teletienda. Es más, cada aparición en pantalla de Jaume Roures, socio de la cadena, se podría considerar un homenaje a la elegancia, la armonía y la coquetería. Gracias por todos estos momentos de excelente periodismo.

 

Un motivo para NO ver la televisión

Del boxeo.

Autor: Joyce Carol Oates.

Editorial: Punto de lectura.

“Del boxeo” es un ensayo breve, pero muy intenso, escrito por la neoyorkina Joyce Carol Oates allá por 1987 y publicado por Tusquets tres años después. La reedición de Punto de lectura, en formato bolsillo y a un precio ajustado (8,99 euros) pone de nuevo a nuestro alcance este librito repleto de instintos primitivos, violencia, estrategia, espectáculo y metáforas. “Es el ser ancestral y perdido lo que se busca”, reconoce una autora plenamente consciente de que el boxeo no es un deporte, puesto que no es un juego. La gente juega al fútbol, al baloncesto… pero no “juega” al boxeo.

Joyce Carol Oates es, quien lo diría, una gran aficionada al intercambio de golpes. Su padre la llevaba a los combates, pero ahora confiesa que prefiere ver clásicos grabados. “La paradoja del boxeo”, reconoce, “su obsesivo atractivo para muchos que encuentran en él no solo un espectáculo que comporta sensacionales proezas de destreza física, sino también una experiencia emocional imposible de comunicar con palabras; una forma de arte, como lo he sugerido, desprovista de análogo natural en las artes: por supuesto, también es primitiva, del mismo modo en que pueden considerarse primitivos el nacimiento, la muerte y el amor erótico, e impone nuestro reticente reconocimiento de que las experiencias más profundas de nuestra vida son acontecimientos físicos, aunque nos consideramos, y seguramente somos, seres esencialmente espirituales”.

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