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Periodistas protagonistas

Si le digo que hoy hablaremos de periodistas protagonistas, usted seguramente pensará en Ana Pastor atosigando a un político. O en su marido, con un gorrito de lana, mostrando la sangre de las paredes de una ciudad europea donde se ha producido un atentado.

Si insisto, y le digo que hoy hablaremos de periodistas protagonistas, igual piensa en El Mundo, el diario que nos contó la verdad del 11-M. El diario que titula la noticia que abre en este momento su web “Iglesias ataca a un periodista de EL MUNDO”. El diario que, junto a esa noticia, cuelga la columna de opinión titulada “Sí, Pablo Iglesias, este periodista te tiene miedo”. El diario del periodismo gonzo que ha publicado textos de profesionales tan discretos como Jiménez Losantos, Sánchez Dragó, Salvador Sostres, Eduardo Inda, Alfonso Rojo, Melchor Miralles

Pues no. Yo quería hablarle de Meritxell Martorell. El nombre quizá no le diga nada. Es el nuevo rostro de la séptima edición del programa “21 días”, el esperpéntico show reporteril que emite Cuatro. Meritxell comienza su andadura, no podía ser de otra manera, con un bombazo: se convierte en puta por más de veinte días. O dicho de otra manera, a modo de reportaje promocional en El País: “se sumerge en el mundo de la prostitución viviendo en un club de alterne durante tres semanas”.

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Los periodistas protagonistas ya no son lo que eran. Se lo digo porque acabo de terminar “La maldición de Lono”, el libro del gran Hunter S. Thompson que ha publicado Sexto Piso, y sé de lo que hablo. El bueno de Hunter se hubiera descojonado a gusto, mostrando todos sus dientes podridos, y le hubiese hecho a Meritxell una pregunta incómoda, como hace Gonzo con Wyoming: “¿Cuántas pollas te has comido, bonita?”.

Meritxell no se ha comido ninguna. Es más, la intrépida periodista, que reconoce haber vivido “situaciones muy incómodas”, como bailar pole dance en un club o convertirse en mesa humana donde comer sushi, recuerda un momento especialmente dramático: tuvo que hacerle un masaje a un cliente. “En el masaje el hombre buscaba que le diera placer. Era algo que no había hecho en mi vida”, confiesa la temeraria reportera, que en ese momento comprendió que estaba en un puticlub y no en una clinica de fisioterapia.

La buena de Meritxell reconoce no haber masajeado nunca a un hombre para darle placer. Mal asunto para una periodista ambiciosa, que quiere llegar lejos en una profesión tan competitiva. La facultad de periodismo debería incluir el arte del masaje entre sus principales asignaturas. Si no lo hace, los alumnos que quieran encontrar trabajo deberán pagarse un master privado. Yo les recomendaría cualquiera de los que organizan nuestros grandes diarios. O por supuesto, el que hizo Marhuenda.

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Un motivo para NO ver la televisión

La maldición de Lono.

Autor: Hunter S. Thompson.

Editorial: Sexto Piso.

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En estos tiempos de periodismo de filtración, de tertulianos a sueldo y de informadores blandengues, la aparición de un texto inédito en España del periodista más temerario y montaraz de la historia tiene efectos revitalizantes. ¿Un soplo de aire fresco? Con buen criterio, él hubiese preferido un trago de bourbon y un tiro de colombiana. Hunter Stockton Thompson fue un salvaje, una bestia, pero firmó algunos de los libros que marcaron mis primeros días de periodista. En mi sección de clásicos absolutos del reporterismo figuran tres de ellos, en las viejas y ya descoloridas ediciones de Anagrama: “Los ángeles del infierno”, “Miedo y asco en las Vegas” y “La gran caza del tiburón”.

Había un antes y un después de leer a Hunter. Periodista protagonista, qué duda cabe. Creador de un estilo asilvestrado, bebedor y drogata, agresivo y desalmado, se le llamó el Jean Genet del nuevo periodismo. Pues bien, “La maldición de Lono” es un ejemplo perfecto de su estilo, descarnado y rudo, en el que cuenta sus abusos, sus miserias, sus obsesiones… y de paso cumple con el encargo de la revista Running: “Nos gustaría que cubrieras la maratón de Honolulú, para reducir a unas cuantas líneas lo que potencialmente podría ser un ladrillo. Pagaremos todos los gastos y un sueldo excelente”. Hunter sabe agradecer la oferta: “un gilipollas… nos quiere regalar un mes en Hawái”, escribe a su colega Ralph Steadman.

Hunter aterriza en Hawái con un Stedman que dibuja y bebe, y escribe una historia que va más allá de la famosa maratón. La pesca deportiva, los problemas con la casa alquilada, el tranquillo para conducir un Ferrari, el alcohol y las fiestas, y por supuesto el trabajo…

“El periodismo es un billete para una atracción, para sumergirse en persona en las mismas noticias que otros ven por la tele… y está bien, pero no paga el alquiler, y los que no puedan pagar el alquiler en los ochenta lo van a pasar mal. Ésta es una década muy jodida, un brutal trituramiento darwiniano, y no será una época agradable para los autónomos”.

Los reportajes surrealistas de Hunter, como este del maratón en Honolulú, hacen que otras piezas reporteriles igual de delirantes, como la escrita sobre el Festival de la Langosta de Maine por David Foster Wallance, parezcan obra de una monja. Huster no estaba pulido, era un kamikaze, y su estilo irreverente, su orginal forma de contar historias vulgares, le conviertieron en el tipo perfecto para describir lo absurdo de la vida norteamericana en los setenta y los ochenta.

“Esos mierdosos corren cuarenta y dos kilómetros seguidos a cuatro minutos el kilómetro. Pero ni esa velocidad es suficiente para mantener la distancia con lo que los persigue. ¿Por qué no van en moto?”.

“La maldición de Lono” no es el mejor texto de Hunter, evidentemente. Pero define muy bien al escritor, puesto que está construido desde el exceso y el protagonismo. Hunter en estado puro. Hunter desbarrando, alternando momentos brillantes con auténticas sandeces, con una prosa enloquecida e irregular que escandaliza, divierte y se pierde en un maremagnum de alcohol, sustancias químicas y frases demenciales.

“Le ofrecí la botella de Glenfiddich. La agarró ansiosamente con las dos manos, gimoteó al llevársela a la boca y, tras echar un trago, emitió un ronco sonido animal y lo vomitó todo en la cama. Le cogí cuando rodó hasta el suelo y le arrastré al cuarto de baño. Hizo a gatas los últimos metros, y se quedó de rodillas en la bañera. Abrí los dos grifos al máximo y cerré la puerta para que su esposa y su hija no pudieran oír sus depravados gritos”.