Hace años, los niños que queríamos saciar nuestros instintos más bajos husmeábamos en las páginas de Interviú. Junto a fotografías de mujeres desnudas, una de nuestras pasiones de pequeños depravados, esta revista siempre ofrecía un extra: carne muerta. Los restos calcinados de los pasajeros de un avión accidentado, el despiece de un terrorista suicida o los cuerpos hinchados y devorados por las alimañas de las víctimas de una inundación. Conseguidas de manera furtiva, esas dosis de morbo gráfico eran doblemente satisfactorias. Nos estremecíamos de pavor al ver las imágenes, y de placer por haber sortear la vigilancia censora de nuestros mayores.
Hoy no hay necesidad de rebajarse a la condición de rastreador clandestino de prensa amarilla: la muerte y el dolor se cuelan es nuestras vidas por las rendijas del televisor. En la pantalla, cada día te encuentras cara a cara con la barbarie. Una niña china arrollada por una furgoneta, un torero empitonado en un ojo, un piloto al que un compañero arranca la vida de un golpe, el rostro descompuesto y ensangrentado de un hombre que es linchado por la multitud. A este último le golpean, le insultan y, finalmente, le matan. Se puede distinguir el agujero de un disparo en la sien. Algunos medios sugieren que el cadáver pudo ser sodomizado. No es extraño que el muerto se convierta en trofeo de caza: los asesinos fotografían a la víctima con sus móviles. Algunos acercan sus caras hasta tocar la del difunto, como si el protagonista de la imagen para el recuerdo fuese Guti o Bisbal. Ni los periodistas pueden resistirse al macabro encanto: Oliver Harvey, del The Sun, posó junto al cuerpo de Gadafi para envidia de sus lectores…
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