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De pescaderas y académicos

“Y pedantones al paño / que miran, callan y piensan / que saben, porque no beben / el vino de las tabernas”. He andado muchos caminos. Antonio Machado.

Un hombre ha dicho que la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, “no tiene ni idea de cómo se lleva una ciudad ni le importa”, y que por tanto “debería estar sirviendo en un puesto de pescado”. El individuo en cuestión no es el proxeneta de un local de mala muerte, ni un sicario con dolor de muelas, ni un ex presidiario sifilítico, ni siquiera un tertuliano de 13TV. Es un todo señor escritor, filósofo, traductor y académico de la Lengua española que, además, fundó Ciudadanos. Se llama Félix de Azúa, y no ha hecho esas declaraciones ni en la barra de un burdel, ni en un local de copas con piano y taburetes, ni siquiera en el plató de Telemadrid, sino en una prestigiosa revista llamada Tiempo.

Poco se puede decir de semejante comentario, y del escritor, filósofo, traductor y académico de la Lengua española tan torpe como para decir en público lo que piensa. Porque lo que piensa es de un machismo y un clasismo repugnantes. Lo diga el más humilde pastor o el intelectual más prestigioso. Nada de extrañar, entonces, sentándose Azúa donde se sienta: La Academia tardó 266 años en admitir a una mujer. Y actualmente, de sus 46 sillones solo hay siete ocupados por mujeres. Se lo diré de otra manera a ver si lo entiende: son académicos Juan Luis Cebrián, Luis María Ansón o Arturo Pérez-Reverte, pero no lo fueron María Moliner, Rosa Chacel, María Zambrano, Carmen Laforet o Carmen Martín Gaite.

¿La sinceridad del genio irreverente frente a la superioridad moral de la izquierda? No le quepa duda. Por eso a rebufo del agudo y socarrón Azúa, que al desprecio por Colau añadió comentarios sobre Podemos tan originales como que están financiados por Venezuela o que quienes les votan “tienen que estar borrachos”, ya circula la flor y nata de la intelectualidad conservadora española. Aquí tienen a uno de los más brillantes colegas de Azúa apoyándole a muerte…

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Colau ha sido elegante. Como buena pescadera. Y les ha respondido con una sencilla fotografía…

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Un motivo para NO ver la televisión

La chica de California.

Autor: John O´Hara.

Editorial: Contra.

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John O´Hara publicó a lo largo de su vida 274 relatos en el New Yorker. Y no fue por casualidad: el escritor de Pensilvania es un narrador increíble, capaz de arrastrar al lector hasta universos de lujo y vulgaridad, de alcohol y elegancia, para finalmente dejarle caer al barro con una frase desconcertante, un giro inesperado o un final áspero y deslumbrante.

“Toda esa gente, tanto la gente bien como la chusma que le hace corro las noches de estreno, cuando nos vea juntos pensará: ´Madre mía, vaya par de viciosos. La ricachona y ese gordo seboso y medicre`. Ahora no lo dicen porque siempre va con maricas. Pero yo tengo una de las peores reputaciones de este negocio. Ninguna mujer decente, si es queda alguna, saldría conmigo. Tengo esa reputación desde los dieciséis años, y no me sorprendería si la tuviera para el resto de mi vida”.

Es inconcebible que no se hubieran traducido antes al castellano estos relatos geniales, y que O´Hara solo estuviera presente en nuestras librerías con su clásico “Cita en Samarra”, una novela que cuenta la decadencia de una pareja modélica en la Norteamérica a punto de sumergirse en la Gran Depresión. Los 25 relatos que forman la imprescindible antología que hoy nos ocupa, traducidos con precisión y editados con mimo por editorial Contra, forman un ejemplo perfecto del trabajo de O´Hara. En ellos está toda la impertinencia, la ironía y el desparpajo de este narrador urbano, siempre ácido y corrosivo, capaz de reflejar como pocos el escenario social de las clases altas estadounidenses. Y de describir con precisión quirúrgica a los protagonistas de sus fiestas y desparrames.

“Era una mujer menuda, agradable y amistosa, de menos de treinta años. Sus ojos eran demasiado hermosos comparados con el resto de la cara; cuando dormía no debía ser gran cosa, y tenía la piel sensible al sol. Era de buena constitución -manos y pies maravillosos-, y cuando se ponía suéter y falda su figura siempre hacía que los golfistas y jinetes se volvieran a mirarla”.

O´Hara puede ser tan deslumbrantemente cotidiano como Carver, tan insidioso y contradictorio como Cheever, tan directo y seguro de si mismo como Hemingway, y por supuesto tan decadente como Fitzgerald. Genial como todos ellos, parece escribir lo que ve con ojos precisos y lúcidos, haciendo gala de un descaro luminoso que solo rompe en la recta final, cuando cierra sus relatos con detalles de una personalidad literaria inconfundible. Uno de los grandes, por fin entre nosotros.

“Desde que había conseguido que le dieran un camerino privado -y de eso hacía un buen puñado de años-, Theresa siempre había insistido en quedarse sola los últimos cinco minutos antes de salir a actuar. Eso le daba tiempo para serenarse, reunir fuerzas, vomitar si era necesario, enjuagarse la boca con un sorbo de champán que no se tragaba, prepararse para el aviso del director de escena, salir y matar a todos esos hijos de puta a base de encanto, belleza y talento”.

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