A las once de la noche del miércoles, mientras Antena 3 emitía el programa de “En tierra hostil” dedicado a Venezuela, país que resume todas las miserias de las políticas alternativas a nuestro bipartidismo, por la madrileña calle de Isaac Peral bajaba una turba de desarrapados. Como los protagonistas de una película de ciencia ficción distópica, hombres y mujeres de rostros sucios y miradas animales, cubiertos con ropas remendadas y plásticos, harapos desgarrados y chanclas, formaban una banda de supervivientes que, cabizbajos, se dirigía a la plaza de Cristo Rey. Desordenados, derrotados, recelosos, arrastraban bajo la llovizna sus escasas pertenencias en desvencijados carros de supermercado repletos de bolsas, y en carritos de la compra a punto de reventar. Eran más de veinte, y surgían de los campamentos que levantan en los alrededores del Hospital Clínico Universitario San Carlos, entre los árboles del campus de la Ciudad Universitaria, junto al corazón de la ciudad.
La tierra hostil está junto al salón de casa. Solo unas horas después de esa dantesca escena, más propia del libro de Cormac McCarthy “En la carretera” que de una ciudad europea en el año 2015, uno de esos andrajosos ciudadanos se agachaba junto a la puerta que lleva, imagino, a las tripas de la fuente dedicada a Carlos Jiménez Díaz en la Plaza de Cristo Rey. Estaba defecando. Observaba su entorno como haría una comadreja, con ojos de mustélido acorralado. Eran poco más de las ocho de la mañana, y la gente que iba y venía al trabajo, entre la Clínica de la Concepción y el Hospital Clínico, miraba para otro lado.
La tierra hostil está mucho más cerca de lo que dice la televisión. La tierra hostil es el mundo postapocalíptico en que viven no solo los nómadas que duermen bajo los puentes del Manzanares, sino los madrileños que recogen la fruta podrida y los productos caducados que los supermercados tiran cada noche a la basura. O las familias que han pasado el invierno sin encender la calefacción: vivimos en una ciudad donde la pobreza energética se ha duplicado desde 2008 y afecta ya a 500.000 personas en la región, el 7% de los hogares madrileños.
Son los supervivientes de una sociedad indeseable, con casas sin techo, chamizos sin puertas ni ventanas, sin calefacción, mujeres y hombres sin voz y por supuesto sin voto. ¿Sin voto? Seres inexistentes. El resto de la ciudad contempla impasible la escena, que supone el ocaso de una forma de humanidad. Un paisaje de fin de civilización, excepto para aquellos que desde el poder quieren dividirnos en bandos. Los malos, nosotros, los buenos, ellos. Un conflicto atávico aplicado a la política local.
Por la noche, en la tele un político español nos recuerda que en Caracas “la inseguridad ciudadana es angustiosa”. En ese mismo instante en las calles de Madrid, muy cerca de su casa, una pandilla de sub humanos recorre la ciudad quemada en busca de unas condiciones mínimas de vida. Tratan de sobrevivir como personas, no como animales. Los muy bolivarianos.