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Pedir disculpas

El pasado lunes la presidenta del Partido Popular en Madrid Cristina Cifuentes dijo, toda digna y enfadada, que su formación estaba pensando abandonar la Comisión de Investigación sobre Corrupción Política en la Asamblea de Madrid. No le gustaba la actitud de María Espinosa, diputada de Podemos Madrid, cuyo nivel de “descalificaciones e insultos” le pareció “totalmente intolerable”. Cifuentes sentenció: “Va a tener que pedir disculpas a tantos miles y miles de madrileños que han confiado en el PP”.

Solo un día después sabemos, gracias a la Cadena SER, que un empresario admite la financiación ilegal del PP en Madrid. Se llama Daniel Mercado, fue gerente de Over Marketing, y asegura que cobró en negro y también de adjudicatarias de la Comunidad de Madrid, las campañas electorales de Esperanza Aguirre en 2003 y 2007. Habla de Aguirre, Ignacio González y Francisco Granados como los “estrategas” de las campañas, que le enviaban al gerente del PP, Beltrán Gutiérrez, para acordar las fórmulas de pago.

Señora Cifuentes, ¿quién debe pedir disculpas a los miles y miles de madrileños que han confiado en el PP?

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Un motivo para NO ver la televisión

Todo es posible.

Autora: Elizabeth Strout.

Editorial: Duomo.

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En el medio oeste norteamericano está todo, a juzgar por el número de escritores que surgen de esas tierras rurales olvidadas. Narradores que pueden resultar brutales a la hora de describir las vidas de los habitantes del corazón de Estados Unidos, como podría parecer que pide el terreno y sus asperezas, pero también de una sutileza y una comprensión apabullantes. Elizabeth Strout pertenece a estas últimas. Tras ganar el Pulitzer con “Olive Kitteridge”, la absolutamente imprescindible vida de una maestra retirada en un pequeño lugar de Maine, Strout presenta con este “Todo es posible” una colección de historias conmovedoras protagonizadas por personajes de una humanidad cautivadora. Y sin una sola estridencia: estamos ante la reina de la sugerencia, del apunte, de la sutileza. El lector tiene que poner de su parte, algo que lejos de incomodar aumenta el placer de la lectura. Nos vemos reflejados en esas páginas.

“Para Charlie, eso parecía demostrar la futilidad de los sueños expuestos en los escaparates de los grandes almacenes por los que había pasado antes, en ese pueblo que habían encontrado juntos, a media hora de Peoria: podías comprar una máquina quitanieves o un bonito vestido de lana para tu mujer, pero bajo la superficie todas las personas eran ratas que corrían buscando basura que comer u otra rata que follarse, que construían sus ratoneras en ladrillos rotos y las ensuciaban tanto que su única contribución al mundo eran sus excrementos”.

Elizabeth Strout pertenece a ese privilegiado grupo de escritores capaces de convertir la pérdida de un botón de la camisa en un par de párrafos fascinantes. “Las sandalias de Yvonne, con altas plataformas de corcho, la hacían más alta aún. Para Linda eran un claro indicio de que Yvonne era probablemente de familia modesta. Los zapatos siempre delatan a la gente”. En el terreno en que mejor se desenvuelve esta escritora, que nació en Nueva Inglaterra pero vive en Nueva York, es el de lo cotidiano. Los detalles. Pueblos pequeños en los que suceden grandes cosas. O al menos cosas que nos interesan, que esconden desengaños y frustraciones, que soportan miedos y soledades. Pueblos que hace tiempo dejaron de cumplir sus promesas. Strout se mueve con soltura por esas malas calles, mirando de reojo a Lucy Barton, protagonista de su anterior novela, y al resto de habitantes, a sus vidas sencillas y al tiempo complejas. Grandes aventuras mínimas. De todo esto, que se dice pronto, hablan las historias reunidas en “Todo es posible”, un libro realista, doloroso y admirable que se sitúa en ese improbable cruce de caminos en que coinciden Flanery O´Connor, Richard Ford y Carson McCullers.

 

El caso Diana Quer

El diario El País advierte en portada que “la policía y los vecinos de A Pobra se quejan de la explotación del drama”. Se refieren al caso de Diana Quer, la joven desaparecida en Galicia. Para demostrar que han entendido el problema, los de Cebrián envían a uno de sus mejores reporteros e incluyen en primera página una gran foto de la batida realizada por guardia civil y voluntarios. El drama lo explotan otros, lo nuestro es periodismo.

Las televisiones no es que exploten el drama, es que se están forrando. Si usted es tan inconsciente como para sintonizar durante la semana las mañanas de Antena 3 o Telecinco, cadenas estrellas del duopolio audiovisual español, es posible que sienta vergüenza y asco en proporciones similares. La primera abrió su informativo de mediodía del pasado jueves con la noticia, en la que no había novedades, y le dedicó 15 minutos. Después, la actualidad política: Rajoy fracasa en su investidura. Cuentan una historia que no es nueva, que hemos vivido con cada una de las tragedias de similares características que ha sufrido el país. Desde Rocío Wanninkhof a las niñas de Alcácer. Porque vivimos en un país con miles de desaparecidos. Algunos muy recientes, otros no tanto.

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Es nuestro carácter. La España negra. Cotilla y morbosa. Ignorante y retorcida. “Los Quer, la pudiente familia de Diana que estalló tras el divorcio”, titula Pedro J en la portada de su fancine digital. Y se lanzan a husmear entre las miserias de la familia: “El padre y la madre colmaban de caprichos a sus hijas…”. Y así todos, con mayor o menos discreción, con más o menos descaro, sin decoro ni prudencia. Una y otra vez.

No escarmentamos, no aprendemos, no mejoramos. Vivimos en una sociedad enfermiza que se divierte torturando animales, que añora El Caso y que susurra en la oreja secretos inventados. Un baldío, carne de tanatorio, de viuda negra y de fosas comunes. La España palurda en la que cada ciudadano consume al día 3 horas y 54 minutos de televisión. La España de la que, de alguna manera, habló en el Congreso Gabriel Rufián

Un motivo para NO ver la televisión

Me llamo Lucy Barton.

Autora: Elizabeth Strout.

Editorial: Duomo.

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La sencillez de la literatura de Elizabeth Strout, escritora norteamericana que ya sabe lo que es ganar un Pulitzer, es apabullante. El lector no encontrará un solo motivo para sobresaltarse, esa alharaca efectista, pero tendrá numerosas ocasiones para emocionarse. Contar sin aspavientos una historia humilde, madre e hija charlando durante cinco días en una habitación de hospital, no es fácil, sobre todo cuando el resultado final resulta tan conmovedor. Strout sabe lo que hace, lo que quiere contar, y lo escribe con asombrosa naturalidad.

“Supongo que no dije nada porque estaba haciendo lo que he hecho la mayor parte de mi vida, disimular los errores de los demás cuando no saben que se han puesto en evidencia. Creo que lo hago porque muchas veces podría ser yo. Todavía sé reconocer, vagamente, cuándo me he puesto en evidencia, y es algo que siempre me devuelve la sensación de la infancia, que faltaban enormes fragmentos de conocimiento del mundo que nunca podrán reemplazarse. Sin embargo, lo hago por los demás, como noto que los demás lo hacen por mí. Y por eso pienso que lo hice por mi madre aquel día. ¿Quién no se habría incorporado y habría dicho: es que no te acuerdas, mamá?”.

Strout escribe sobre las personas. Madre e hija se reencuentran en circunstancias complicadas tras una vida en la que no han estado muy unidas. La madre parece haber tenido serios problemas para mostrar sus sentimientos, para ser cariñosa, para ejercer de madre. La hija arrastra esos pecados, trata de superar el dolor y lucha por recuperar el tiempo perdido. Su amor es tan fuerte como áspero, sus relaciones tan frías como sinceras. Los díalogos pertenecen, muchas veces, a unos extraños. Condenados, eso sí, a entenderse, a quererse.

“¿En qué consiste su trabajo como escritora de ficción?, preguntó el bibliotecario, y ella dijo que su trabajo como escritora de ficción consistía en dar a conocer la condición humana, en contarnos quiénes somos, qué pensamos y qué hacemos”.

“Esta también es una historia de Nueva York”, escribe Strout en un momento, como de pasada. Y es cierto. También es una historia sobre la Gran Manzana. Pero sobre todo es una pequeña gran historia sobre la capacidad de redención, el poder sobrenatural de la sangre, la fuerza cicatrizante del paso del tiempo y la necesidad ineludible de comprender, aceptar y perdonar.