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El Xef

La cocina funciona en televisión. Por eso hemos tenido en pantalla cocineros de todas las calañas, edades, niveles, volúmenes, nacionalidades y pretensiones. Cocineros chistosos, guarros, simpáticos, grasientos, soberbios, infantiles, michelines, aficionados, saludables, fracasados. Cada vez es más difícil, por tanto, ofrecer algo nuevo en el mundo de los fogones televisivos. Sorprender.

David Muñoz, cerebro del exclusivo restaurante Diverxo, protagoniza el docushow de cuatro capítulos “El Xef” (Cuatro). No podía ser otro. David Muñoz cuida los detalles que rodean los pucheros: sus garitos son muy exclusivos, de esos con más trabajadores que clientes (45 empleados para 32 cubiertos), tiene una novia famosa, un aspecto gamberro, un piquito de oro, domina el marketing, juega con los medios de comunicación, hace de su vida un espectáculo, presume de transgresor y rebelde, de haberse hecho a sí mismo, es exigente y modesto (“Si hubiera una cuarta estrella nos la darían”), se cambia de nombre (Dabiz), pone caras, luce tatuajes falsos… Y en los ratos libre cocina. Dicen que muy bien.

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“Esto no es un programa de cocina”, advierte Cuatro en la careta del programa. Y tiene mucha razón. Es un programa sobre el éxito, la ambición (“Quiero comerme el puto mundo”) y la fama, pero también sobre la fe, la creatividad, el sacrificio y los negocios. “El Xef” muestra las tripas de un super restaurante moderno, de esos a los que la mayoría de nosotros no podremos ir jamás, y cuenta cómo una estrella de los fogones, un hombre con unas pretensiones profesionales ilimitadas, crea un monstruo cuya voracidad parece no tener fin. A veces se muestra patético en su despiadada codicia: para ser el mejor nada parece interponerse en su camino. Otras resulta enternecedor, con sus rapaces pretensiones, su forma de relacionarse con sus trabajadores, su discurso pueril, su lengua demasiadas veces a la intemperie.

No se si David Muñoz es el esperpento mediático que presentan las campañas promocionales televisivas, con su trabajada imagen de rebelde alternativo, sus exclusividades gastronómicas inalcanzables, y sus alegatos simplistas sobre la vida, el éxito y la notoriedad. Pero sí se, tras ver “El Xef”, que es duro ser un cocinero de élite. Que no todo son platos epatantes, delirios de grandeza, listas de espera, precios insultantes, postureo y singularidad. Que tipos como éste han de ser de una pasta especial: hay mucho trabajo, organización y talento detrás de estos pintamonas de los fogones.

Televisión diferente, interesante, una excelente idea (dos años tras el chef) con un guión digno y una realización ágil, que se ve como si se tratase de un documental de La 2: auténtica antropología del siglo XXI.

 

Un motivo para NO ver la televisión

Lucinda Williams.

CD: The Ghosts of Highway 20.

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El nuevo disco de la gran Lucinda Williams, un año y medio después de su anterior trabajo, no es fácil. Es lento, mustio, en ocasiones arrastrado, a veces nostálgico, siempre profundamente melancólico e intenso. Habla del desamor y la derrota, de los viajes sin retorno y los sueños perdidos, de los fantasmas que ha visto en los arcenes de una autopista que arranca en Texas y, tras atravesar Louisiana, Mississippi, Alabama y Georgia, acaba en Carolina del Sur. El hogar de Lucinda.

“The Ghosts of Highway 20” incluye catorce canciones, incluidas sendas versiones de Bruce Springsteen (“Factory”) y Woody Guthrie (“House of Hearth”), que dan forma a un trabajo amplio y complejo que necesita varias escuchas. La primera puede resultar dolorosa: la voz de Lucinda no hace concesiones, es un lamento, y se cruza de manera desgarradora con la guitarra de pedal de Greg Leisz. Con el tiempo el disco crece, las canciones se asientan, y el oído se acostumbra a tanta languidez. Y puede disfrutar de los músicos que acompañan a la cantante de Lake Charles, tipos de la talla de Bill Frisell, Val McCallum, Butch Norton o David Sutton. Una delicia para sibaritas. Otra más.