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El último coprófago

Edward “Bear” Grylls es un tipo peculiar: come ojos de yak, escorpiones y testículos de macho cabrío. Bebe su propia orina y utiliza el interior de un camello muerto como saco de dormir. No es un homeless. No se ha perdido en el interior de Asia. No es coprófago, en principio. Es una estrella de la televisión: más de mil millones de espectadores contemplan cómo hace todas estas marranadas en el programa “El último superviviente”. Grylls fue militar, es jefe de los boy scouts en el Reino Unido, y siempre lleva un ejemplar del Nuevo Testamento en su mochila. En sus ratos libres vende Alpha, un curso de diez semanas sobre los fundamentos de la fe cristiana creado por una parroquia anglicana. “Trato de rezar todos los días, lo necesito especialmente para este trabajo”, asegura entre bocado y bocado a una criadilla podrida de rata. “Rezo la plegaria del soldado, una que le pide a Dios que no nos olvide cuando nosotros nos olvidamos de él”.

El suplemento El País Semanal del próximo domingo dedica cuatro páginas a las hazañas de este guarrindongo aventurero: “El último superviviente” se emite en Cuatro. Cuentan las excentricidades del protagonista, algunos detalles insípidos de su vida personal y las dudas sobre la credibilidad de su trabajo: ¿falsean las situaciones extremas? La productora de la serie y la cadena que la emite en Reino Unido han redactado una nota de “descargo de responsabilidad en el que especifican que Grylls puede recibir ocasionalmente ayuda del equipo de rodaje para minimizar riesgos y que es posible que el ex soldado se ponga deliberadamente en situaciones de peligro para así poder mostrar distintas técnicas de supervivencia al telespectador”.

El teatro de la televisión. El telespectador sabe (o debería saber) que Grylls es un actor, pero parece no importarle que lo que está viendo sea un montaje, y que más que cuestión de supervivencia es cuestión de audiencia. Pero la culpa no es de Grylls, sino de aquellos que apuestan por su forma de hacer televisión documental. El espectáculo antes que la verdad.

¿Qué pensarían Arguiñano o David de Jorge de una horchata de excrementos? En un capítulo, Grylls, aparentemente muerto de sed, coge una boñiga de elefante, la estruja y bebe el líquido marrón que chorrea. Revienta el prime time. Rico, rico. Ayer mismo, en un programa del nuevo canal National Geographic Wild, dedicado por entero a la vida salvaje, un naturalista localiza excrementos frescos de elefante en el desierto de Namibia. Sin tantos aspavientos, cuenta cómo los insectos que suben por la ñorda no buscan la comida, sino la humedad. Y luego explica que analizando esas heces podemos saber qué pertenece a un ejemplar joven, qué tal tiene la dentadura, e incluso conocer su dieta. Dos formas de entender una cagada.

Me temo que, televisivamente hablando, preferimos a un tipo bebiendo jugo de mierda de elefante que a otro que nos cuenta los secretos de la vida de los paquidermos. Nos hemos convertido en coprófagos audiovisuales. Lo que justificaría la existencia de la mayoría de programas que se emiten en estos momentos…

 

Un motivo para NO ver la televisión

Un paseo por el lado salvaje.

Autor: Nelson Algren.

Editorial: Galaxia Gutenberg.

Dove Linkhorn es un perdedor. Y también un pícaro buscavidas. Arrastra sus huesos por el Sur de Estados Unidos en el peor de los momentos posibles: la Gran Depresión. En su huida de la miseria va conociendo personajes de diferentes calañas, que van completando el vasto y fascinante panorama de su viaje iniciático: “Y caminó tranquilamente sin que lo vieran, por delante de hombres hundidos y otros que se hundían: drogotas, negratas, tipos extravagantes y de miradas retorcidas; jovencitas, reinonas y putas raídas. Pedigüeños ulcerosos tullidos y cancerosos, vendedores ambulantes de lápices tuberculosos, borrachos tambaleantes. Gatos viejos y enfermos de todas partes, que maullaban al pasar. Todo iba bien en el mundo”.

Dove es un superviviente, más cercano a las voces muertas del Spoon River de Edgar Lee Masters que a los vagabundos del Dharma de Kerouak. El protagonista de esta historia no escapa de la seguridad burguesa: huye del hambre y la miseria. Condenado a la pobreza, Dove representa a toda una generación perdida, que busca desde las entrañas de la áspera tierra sureña un sentido a su existencia: “Me llamo Kitty Twist –le dijo la chica a Dove-, no es mi nombre verdero, claro. Es el que me pusieron en El Hogar. Tengo diecisiete, casi dieciocho, y me he fugado de cinco casas de acogida. Seguiré huyendo hasta que cumpla dieciocho. Entonces me casaré con un buen carterista y sentaré cabeza”. Y es que Nelson Algren hace alarde de una fina ironía y de un enorme sentido del humor: “A veces creo que si no hubiese nacido tendría más dinero que ahora”, dice Dove.

“Un paseo por el lado salvaje” es una obra maestra de la literatura norteamericana, solo comparable a los momentos cumbres de Flannery O´Connor, Erskine Caldwell o William Faulkner. No busque la belleza de Walt Whitman o la aventura luminosa de Mark Twain. Dove es un personaje en blanco y negro, la sombra de un país, una fotografía de Robert Frank.