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La condición humana

Mariano Rajoy ha cogido por costumbre justificar los problemas de su partido, esa corrupción que se extiende por todos los órganos del PP como una metástasis asesina, diciendo que se trata de “la condición humana”. Una frase convertida en mantra con la que pretende dar por zanjado el asunto: no es el Partido Popular, imbéciles, es la jodida condición humana.

No hay filósofo, desde Ortega y Gasset a Hannah Arendt, que no hayan reflexionado sobre la condición humana. El misterio de la existencia, el cuerpo y el alma, la totalidad y la fragmentación. Rajoy, que lejos de ser un filósofo es el líder de lo que la Guardia Civil denomina “una organización criminal”, no pretende reflexionar sobre la evolución del ser humano en cuestiones mentales o físicas, éticas o morales. Solo trata de ganar tiempo ante la prensa, ante los ciudadanos, ante una realidad que le tiene contra las cuerdas.

La honradez, la bondad, la solidaridad, la generosidad, el altruismo, la sinceridad… Todo forma parte de la condición humana. De la condición humana de la gente de bien. “Nobleza, dignidad, constancia y cierto risueño coraje. Todo lo que constituye la grandeza sigue siendo esencialmente lo mismo a través de los siglos”, escribió Hannah Arendt, autora del libro “La condición humana”.

Rajoy no es hombre de análisis literario, de filosofía y reflexión. Es hombre de Marca, de mentira y manipulación. Un político que pasará a la historia por ocultarse, por evitar a la prensa y no dar la cara, por liderar un partido podrido, que recurre a lo más sagrado, la condición humana, para disculpar su desfachatez, sus inmoralidades. No se puede ser más miserable.

Un motivo para NO ver la televisión

El hombre que cayó en la tierra.

Autor: Walter Tevis.

Editorial: Contra.

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La reedición de este clásico absoluto de la ciencia ficción podría entenderse como un homenaje al recientemente fallecido David Bowie, protagonista de la película sobre el libro dirigida por Nicolas Roger en 1976 y del musical “Lazarus”, secuela de “El hombre que cayó en la tierra”. Pero también como un regalo para los aficionado al género, que tienen la ocasión de seguir las aventuras terrícolas de un extraterreste absolutamente inolvidable.

“Era como si uno de aquellos individuos -siempre pensaba en ellos como aquellos individuos, a pesar de que había llegado a simpatizar con ellos y a admirarlos- se descubriera a sí mismo tratando con un grupo de chimpancés muy listos y espabilados. Newton se había encariñado con ellos, pero su vanidad típicamente humana le hacía difícil evitar el fácil placer de ejercer su superioridad mental para dejarlos asombrados. Sin embargo, por agradable que esto resultara, no podía olvidar que aquellos individuos eran más peligrosos que los chimpancés… y que habían transcurrido millones de años desde que algunos de ellos habían visto a un antheano sin disfraz”.

Thomas Jerome Newton partió del planeta Anthea hacia la tierra con intención de construir una nave espacial para trasladar a sus colegas, habitantes de un planeta arrasado por las guerras nucleares, y garantizar la supervivencia de su especie. Tras años de entrenamiento, en los que el pobre Newton utiliza la televisión terrestre como herramienta de aprendizaje, el frágil protagonista de esta novela aterriza en la Tierra. “¿Qué estaba haciendo aquí, en este otro mundo, el tercero con respecto al sol, a casi doscientos millones de kilómetros de su hogar?”. Es un tipo raro, sin uñas y con ojos de gato, pero sumamente inteligente, que pone en marcha de inmediato una serie de revolucionarios inventos que le convierten en millonario. Necesita dinero para un gran proyecto de supervivencia.

¡Pobre extraterrestre rico! Podríamos decir… Newton. ¿Quién eres tú? ¿A qué lugar perteneces? Todo lo que sabe sobre la Tierra lo ha aprendido estudiando durante 15 años la televisión. “Ella le había mostrado una soñolienta y ebria vitalidad que los antheanos, con toda su sabiduría, no podrían haber conocido, ni siquiera haber soñado. Se sentía como un hombre que se hubiera visto rodeado por animales razonablemente amables, tontos y bastante inteligentes, y hubiera descubierto gradualmente que sus conceptos y relaciones eran más complejos de lo que su adiestramiento podía haberle conducido a sospechar”.

El californiano Walter Tevis publicó esta fascinante novela en 1963, y rapidamente se convirtió en una obra imprescindible para entender el género. Emotiva y original, la amenaza no es el extraterrestre sino los terrícolas, “El hombre que cayó en la tierra” humanizó la ciencia ficción. Por eso su reedición es una excelente noticia no solo para los aficionados al género, sino para todos los públicos. Estamos ante el grito desesperado de un individuo solo, una elegía al planeta, un canto triste a la incomunicación y el desamparo, un llanto por las miserias humanas. Enternecedor.

El quiosco

El quiosco de periódicos ha sido muy importante en mi vida. Con sus cómics y sus fascículos de Rodríguez de la Fuente, primero. Con sus revistas de música después. Y más tarde con esos diarios de portadas fascinantes, que condensaban la actualidad mundial en un puñado de titulares y fotografías. Un reducto de información y entretenimiento. Una explosión de imágenes, historias e ideas. Un tótem urbano. He ido al museo de Ciencias Naturales cientos de veces, mi rincón favorito de Madrid, pero he visitado el quiosco casi todos los días durante las últimas décadas. Todas las mañanas saludo a mi quiosquero talaverano, que me pregunta por el catarro, me pide opinión sobre “lo de Más”, estira el brazo para alcanzarme El País, y me guarda mi dosis mensual de papel: Quercus, Ruta 66, Mongolia, Le Monde Diplomatic… Adoro los quioscos.

Por eso se me cayó el alma a los pies cuando, este fin de semana, me acerqué a husmear a un quiosco sevillano. Cerca de la plaza de la Magdalena, frente al hotel Colón de la calle Canalejas. Un quiosco de aspecto algo triste, sin apenas iluminación, con el propietario confinado en una cueva oscura, tras un ventanuco, en penumbra. Un quiosco agonizante que solo vende dos diarios, El País y ABC, y la revista La Flamenca. El resto, chuches, caramelos, agua, refrescos y zumos. En la parte superior, tras el cristal, un recuerdo a los buenos tiempos, un homenaje al periodismo, una pequeña exposición permanente con seis portadas historicas: la boda de los reyes, el hundimiento del Prestige, la caída del Muro, “Los ciudadanos reciben el euro con euforia”

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¿El último quiosco? Podría ser. Un artefacto en su día habitable, entre celda y ataúd, en proceso de oxidación. Los restos de una nave espacial caídos sobre la tierra. Mobiliario urbano para el rodaje de Mad Max. Todo esto y cosas peores parece este quiosco, abandonado a su suerte y a la de dos periódicos.

¿Son necesarios los quioscos? Ni idea. No sabría decirle qué es necesario y qué no en estos tiempos confusos, en los que parece más importante la cantidad de información que la calidad de la misma. Tiempos duros, de manipulación exquisita y ausencia de criterio, donde los ritmos audiovisuales marcan los tiempos y las televisiones informan para que, inmediatamente después, Wyoming nos cuente la verdad. Tiempos inmisericordes, que consideran el quiosco una antigualla, un fósil de los periodos analógicos. Ya no hay tiempo para detenerse frente a un muestrario callejero de diarios y revistas… Salvo que ofrezcan wifi gratis.

Todavía no se han ido, pero ya los echo de menos.

Un motivo para NO ver la televisión

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David Bowie podía ser educado, ingenioso y simpático. También huraño. Tenía una mirada intimidante, unas manos huesudas y un talento descomunal que marcó una etapa de mi vida, aquella de la que también forman parte Lou Reed, Iggy Pop o Ian Hunter y sus Mott The Hoople. Hablé con Bowie en un par de ocasiones, y me causó una impresión excelente: era una superestrella del rock que pensaba como un escritor, hablaba como un pintor y se movía como un ángel. Flotaba. Y entrevistaba al entrevistador. Se interesaba por tu salud, preguntaba qué te había parecido su nuevo disco, por los libros que habías leído últimamente, e intentaba no resultar tan vulgar como el 99,9% de rock stars: “No creo que sea posible para un músico decir más de dos cosas realmente nuevas en esto del rock and roll”.

Bowie era diferente. Era el rey y la reina. Era un inconformista, un agitador, un lunático y un gran lector. En su primera etapa, fue un genio que revolucionó el rock desde la plataforma de unas botas doradas. Después se convirtió en un esteta, un visionario que dejó de interesarme como músico pero siguió creciendo como creador. Deja al menos tres discos imprescindibles (“The Man Who Sold The World”, “Hunky Dory” y “Ziggy Stardust”), algunas canciones monumentales y una forma de entender el espectáculo francamente atrevida y original. Parecía inmortal. Un hombre de las estrellas…

La Semana Bosé

La pesadilla comenzó el domingo 2 de noviembre, cuando Juan Cruz entrevistó a Miguel Bosé en la contraportada de El País. Me pareció la clásica entrevista promocional, Bosé pone a la venta nuevo disco, con respuestas insípidas para preguntas ingenuas. Lo habitual en periódicos sumidos en crisis de identidad, de criterio, de periodismo. No podía sospechar que se trataba del principio del fin, de la debacle, del acabose. Es decir, del comienzo de un fenómeno mediático espeluznante al que llamaremos “La Semana Bosé”.

A partir de ese domingo, hace ocho días, la presencia de Miguel Bosé en los medios de comunicación se convirtió en una pesadilla. Mañana, tarde y noche sus ojillos pintados de Halloween, su gesto altivo y su repetitivo discurso inundaron radios, televisiones, periódicos y redes con un tsunami de mediocridad. Y no solo hablo del nivel artístico, también del periodístico e incluso del promocional: ¿No resulta contraproducente saturar los medios con la presencia de un artista? ¿No crea en el consumidor algún tipo de rechazo, de alergia, de repelús? ¿Deberían los medios seguir los intereses de las discográficas con tanta docilidad?

Peor hubiera sido que hubiese interpretado alguna de las canciones de su nuevo disco, qué duda cabe. El responsable de exquisiteces como “Don Diablo” o “Linda”  se ha limitado a pasear el palmito. A responder a preguntas estúpidas. A proclamarse no ya indignado, sino hasta cantautor comprometido: el disco incluye la canción “Sí, se puede”, con una letra que hará vibrar al mismísimo Pablo Iglésias. “Y te cagas en todo / te frustras en vano / y te preguntas en qué momento todo esto se te fue de las manos”, canta un Bosé que con semejante preciosidad se coloca a la altura de Paco Ibáñez, LLuis Llach o el mismísimo Victor Jara.

Bosé se ha sometido con docilidad a las gracietas de espacios como “El Hormiguero” o “Los viernes al show”. Esta semana ha estado en todos los lugares, en todos los platós, en cualquier escenario. Desde “Hoy por hoy” (Cadena SER) hasta el programa de actualidad política “La Sexta noche” (La Sexta), pasando por campañas de donación de juguetes, firmas de discos en grandes almacenes, galas contra el SIDA… ¿Y todo eso pa´que? se preguntará el lector inconformista: Pues todo eso pa esto…

¿Juegos de Tronos en versión low cost? No, el último video clip de un Bosé que, como dirían en “El Intermedio”, se repite más que un kebab. Y lo hace con la complicidad de unos medios de comunicación que no dudan en seguir el juego promocional de las multinacionales de la música. Y del libro. Y del cine. Y…

Y es que Wert no es el único culpable de la debacle cultural que padece este país.

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Puestos a escuchar a imitadores de David Bowie, me quedo con el comandante Chris Hadfield y su versión de Space Oddity grabada en el espacio, a bordo de la International Space Station. El Duque ha dado el visto bueno para que se cuelgue de nuevo en Youtube

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El proceso de participación en Cataluña. Mariano, ¿Ves como al final no ha sido para tanto? (Unas fotos, para que lo entiendas).

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Un motivo para NO ver la televisión

Lost on the River: The New Basement Tapes.

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Estamos ante un proyecto discográfico de gran envergadura: Elvis Costello, Rhiannon Giddens de Carolina Chocolate Drops, Taylor Goldsmith de los Dawes, Jim James de My Morning Jacket y Marcus de Mumford and Sons se han reunido para grabar, con T Bone Burnett como productor, un disco especial, único, irrepetible. ¿La razón? Los temas que interpretan están basados en letras de canciones que Bob Dylan descartó en 1967, periodo en el que trabajaba en sus famosas Basement Tapes.

Dylan enseñó a su colega Burnett la caja con las letras. Y el productor puso en marcha un curioso proceso de trabajo, que consistió en elegir los músicos que pensaba eran adecuados para el proyecto, enviarles las letras y dejarles trabajar en ellas. Cuando se reunieron, grabaron 40 canciones, de las que se han seleccionado 20 para este disco.

Un álbum complicado, denso, sin estribillos, por momentos hipnótico, que se puede considerar de autor: Dylan pone las letras, T Bone Burnett la actitud y el sonido, y Costello y compañía el talento. Un disco de largo recorrido.