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Quemados

La policía detuvo ayer a dos miembros de la CUP por un supuesto delito de injurias a la Corona: al parecer habían quemado unas fotos del rey en la última Diada. Esa misma jornada la portada de tres diarios de tirada nacional (El País, El Mundo y La Razón) incluían la fotografía de tres diputadas de la CUP rompiendo fotografías del Rey.

DIPUTADOS DE LA CUP ROMPEN FOTOS DE REY EN UNA RUEDA DE PRENSA

No estoy de acuerdo en quemar o romper fotos del rey. ¿Lo considero una falta de respeto? ¿Ausencia de educación institucional? No, simplemente me parece una pérdida de tiempo y de energía. ¿Un gesto de mal gusto? Tampoco lo veo así. En los tiempos que vivimos, un papel quemado o roto debería parecernos una forma de protesta bastante civilizada. Símbolos criticados con símbolos.

“Felipe VI representa a todos los españoles”, dicen los monárquicos. Pero lo cierto es que yo no elegí a este representante: jamás voté a Felipe. Quemar o romper una foto del rey me parece normal, y no un gesto de mal gusto, porque lo que considero un gesto de mal gusto es… por ejemplo… hacerse fotografías de familia vestidos con jerseys de renos (típicos de la Europa del norte, parece ser).

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Vivimos en un país en el que el 28.6% de sus ciudadanos se encuentra en riesgo de pobreza y exclusión social. Un país que gastará 5.500 millones de euros de dinero público en rescatar autopistas privadas, condenadas desde el principio al fracaso (el negocio está en construirlas). Un país en el que el Estado financia a la iglesia católica con 11.100 millones de euros al año. Un país en el que el Gobierno pagará el próximo año 1.824 millones de euros a la industria de armamento, un 33% más que el año anterior. Un país en el que un solo periodista, póngale usted nombre, es capaz de generar más odio que todos los grupos radicales y extremistas juntos.

¿Quemar una foto? Una pérdida de tiempo y energía.

Un motivo para NO ver la televisión

La Escena.

Autor: Clarence Cooper Jr.

Editorial: Sajalín.

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Entre chutes de caballo, putas piojosas, droga cortada, camellos enganchados, chulos acabados, monos devoradores de hombres y policías de medio pelo se mueve la historia que cuenta Clarence Cooper Jr, un escritor yonqui con tanto talento como falta de suerte. Publicado en 1960, “La Escena” es la cumbre de su carrera. Un libro con buenas críticas y pocas ventas que se convirtió en un clásico underground. Y que en la edición de Sajalín, con espléndida traducción de Guido Sender, entra con la frescura y la contundencia con que lo haría un tiro de colombiana pura.

La Escena es el lugar donde sucede todo. Todo lo chungo. Así llaman los drogotas y los maderos al hábitat del lumpen. Calles con tacto de carne muerta. Es el centro del trapicheo, de la venta y la compra, con las aceras plagadas de camellos y las esquinas de lumis. “De este a oeste abarca las calles Pennsylvania, Lippert, Maple y Cambridge. De norte a sur, todas las calles que cruzan estas cuatro vías, desde la Ciento seis y Maple hasta la Sesenta y nueve”. Hablamos del corazón podrido de una ciudad sin nombre. El kilómetro cero de la desolación.

“¿Sabes algo de potro? ¿De merca? – Davis siguió recreándose en la ignorancia de Patterson -. ¿Qué me dices de la grifa? ¿Sabes qué es un equipo? ¿Una caleta? ¿Sabes a qué se refiere un toxicómano cuando dice que está frito? ¿Y el fije? ¿Y la bolsa? ¿Si un yonqui dice que quiere ligar, qué dirías que quiere decir?… Te hago un resumen rápido, señorito diplomado. Los yonquis llaman potro a la heroína: a la cocaína la llaman merca, como mercancía. Grifa es marihuana; el equipo es el conjunto de utensilios que usan para inyectarse. La caleta es donde guardan la droga. Cuando un yonqui está frito, necesita chutarse; se encuentra endemoniadamente mal. Fije es como llaman a la adicción. La idea de chutarse se les fija entre ceja y ceja. La bolsa son sus provisiones de droga. Cuando van a ligar, van a comprar droga, a pillar”.

Partiendo de un decorado perfecto, la Escena, Clarence Cooper Jr dibuja un puñado de personajes en proceso de fracaso que tratan de sobrevivir a los enredos de una trama simplemente despiadada. Rudy Black, el protagonista, “una máquina nueva y reluciente de veintiún años, con todos los engranajes en perfecto estado de funcionamiento”, arrastra un mono que le impide ejercer correctamente su trabajo como proxeneta. Solo vale para chutarse. Y para chutar, veneno, a sus enemigos. A su alrededor, como moscones golpeando a la bombilla, lo peor de la ciudadanía.

Los policías tienen problemas entre ellos. Los camellos se han quedado sin material. Los chivatos parecen florecen en cada acera. Los yonquis se desesperan en las pensiones baratas. Todo bajo el control de un tipo invisible: el Hombre. “La Escena” es, para los que crecimos escuchando el “Transformer” de Lou Reed y leyendo los “diarios de basketball” de Jim Carroll, una grata sorpresa. Quedan gemas por descubrir. Ésta era una de ellas.