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La carretera

El magistrado de Primera Instancia e Instrucción nº6 de Valdemoro, en Madrid, ha condenado a un conductor discapacitado (le faltaba una pierna) que había sido detenido por la Guardia Civil cuando circulaba por la autovía R-4 entre Madrid y Ocaña a 297 kilómetros por hora. Como Fernando Alonso en sus mejores tiempos. Tendrá que pagar 3.600 euros de multa. El discapacitado, no Alonso. 720 euros menos que lo que soltará Rita Maestre por el asalto a la capilla de una universidad.

“Vale, le faltaba una pierna, pero lo cierto es que no la necesitaba: el coche era automático”, puntualiza un colega en un tono serio que no acabo de comprender. Me temo que es la clásica permisividad española con los delitos al volante y con los conductores irresponsables. Ese “con una copita tengo más reflejos”, o ese “me pondré el cinturón si me sale de los cojones”, que no acabamos de superar. Le cuento todo esto porque justo al comienzo de Semana Santa, unos días antes del accidente en Freginals (13 muertos, todos sin el cinturón abrochado), viajé de Madrid a Talavera de la Reina en un camión de ganado. Le llamaban autobús, pero yo no creo que mereciese tal consideración: las plazas sin numerar, sucio como una cochiquera, con los asientos rotos (todo el viaje tumbado), y por supuesto, sin cinturones de seguridad. Este es el estado de la bandeja de la parte de atrás del asiento delantero…

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El cinturón de seguridad es obligatorio en vehículos para viajeros, autobuses, desde 2007. Y que reduce en un 80% el riesgo de muerte en caso de accidente. Pero es difícil ponerse un cinturón que no existe. Tanto como convencer a la gente de que coches, motos y autobuses son armas. Esta Semana Santa han muerto en las carreteras españolas 41 personas, siete más que en 2015. “¿Podríamos imaginar los cadáveres de las 70 víctimas del atentado tumbados unos junto a otros, en una imagen dantesca? Quizá solo así comprenderíamos la magnitud de la tragedia”, dice un tertuliano en la radio. Se refiere al ataque suicida en un parque de Lahore, Pakistán, pero sin darme cuenta en mi cabeza se forma la misma imagen infernal con las víctimas de nuestras carreteras. Un sumidero que somos incapaces de controlar.

Un motivo para NO ver la televisión

Glanbeigh

Autor: Colin Barrett.

Editorial: Sajalín.

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Colin Barrett nació en Canadá, pero creció como persona y como escritor en un pueblo irlandés. Precisamente de eso va este libro, con nombre de localidad imaginaria y una colección memorable de personajes agarrados al filo de sus vidas. Glanbeigh es su Yoknapatawapha. Barrett, como Faulkner, utiliza un escenario ficticio para contar las miserias y esperanzas de unos vecinos sumergidos en la irremediable soledad humana. El campo, el pueblo, el yermo. Héroes cotidianos de algo que muy bien podríamos definir como el sueño irlandés.

“Encorvado sobre la caja registradora, Dungan es el vivo retrato de su propio cadáver recien resucitado. Tiene la piel fláccida y pálida, la pigmentacióm despojada de cierta esencia vital, y lo que le queda de ralo pelo gris le cubre la cabeza en surcos débiles dibujados por el peine con pulcritud funeraria”.

Hay Faulker en Barrett. Y también algo del humor perro de Flann O´Brien, irlandés satírico a la sombra de Joyce y Beckett. Y por supuesto de los grandes norteamericanos desconocidos, cronistas de las grandes costaladas, como Tom Drury (su condado imaginario se llama Grouse y está en el Medio Oeste), o Willy Vlautin, Bobbie Ann Mason y Donald Ray Pollock.

“Al segundo o al tercer o al undécimo día conocí a una rubia con un diente negro, una funda mal colocada, que se le había infectado. En lugar de hablar de trivialidades , lanzó una larga diatriba contra un hombre al que se refería como La Araña. Dijo que era un cobarde y un egoista, y tal vez un sociópata; un matón insignificante y rencoroso, congénitamente incapaz de sentir empatía por los demás, aunque era un zalamero, claro. El tal Araña coleccionaba mujeres y las dejaba marcadas. Se apartó el pelo e inclinó la cabeza. Justo debajo de la oreja llevaba tatuada una araña azul muy real”.

Barrett pone rostros a la bebida y a la derrota. A la amargura de esos hombres y mujeres instalados en la fatalidad y la desidia, en la triste realidad de los lugares de los que no se puede huir. A los pequeños pueblos sin salida. Seis historias cortas, y una larga, que iluminan como relámpagos un paisaje gris que acumula retórica romántica, autocompasión y en ocasiones una pizca de orgullo. Tremendo.

Pincha para leer el primer relato.