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El Telediario de la señorita Pepis

“Qué pena haber recogido un Ondas por casi 30 años en TVE y que esa imagen no se haya visto en el Telediario”, se lamentaba amargamente el pasado miércoles María Escario, periodista de deportes de TVE, en su cuenta de Twitter. Dicho y hecho. Tres días después, el sábado, los presentadores del Telediario Fin de Semana dieron paso, nada más terminar los deportes y con Escario sentadita a su vera, a las imágenes de la entrega del Ondas solicitadas por la veterana periodista: “Antes de despedirnos queremos recuperar un momento muy importante de esta semana; muy importante para tí, pero muy importante para todos y que es un motivo de orgullo para todas las personas que trabajamos en esta casa”.

Escario se quejó en las redes sociales de no salir en el Telediario recogiendo un premio, y a los tres días la sacan en el Telediario recogiendo el premio. No parece muy seria la cosa. Que conste que pienso que esta periodista deportiva se merece no ya ese galardón, sino el Pulitzer, el Ortega y Gasset, el González Ruano, el Príncipe de Asturias y hasta el Planeta, este último muy bien dotado económicamente. Otra cosa es que la imagen que transmite todo este proceso de lloriqueos y caricias no ayude a creer en la seriedad y el rigor de los informativos de la televisión pública.

Me explico: si una periodista de deportes tiene mano en la edición de los informativos de esta TVE, hasta el punto de hacer que se recupere con tres días de retraso, plena actualidad, una imagen tan personal como festivalera y prescindible, ¿cómo no van a tener mano Rajoy, Cospedal y compañía para evitar que en esos mismos telediarios informen como dios manda de la corrupción que corroe las entrañas de su partido? Por poner un ejemplo, digo.

El Telediario de la señorita Pepis. Los informativos de Somoano. La televisión de Mariano. Es decir, la frivolización absoluta de TVE.

 

Un motivo para NO ver la televisión

Pobre blanco.

Autor: Sherwood Anderson.

Editorial: Barataria.

Cuando en 1919 Sherwood Anderson publicó “Winesburg, Ohio” se convirtió en un clásico norteamericano. El escritor de Ohio demostró, con esas crónicas minuciosas y sutiles de las vidas de los habitantes de un pequeño pueblo del interior profundo de Estados Unidos, ser un maestro del relato corto. Un libro memorable, una obra maestra absoluta, una lección sobre el arte de contar historias pequeñas.

En “Pobre blanco” Anderson abandona el cuento, el relato de corto recorrido, y se decide a narrar la historia de un hijo de la montaña… en beneficio de un hijo de la llanura. Es decir, el proceso de transformación de un hombre hecho a sí mismo. Hugh McVey nació en “una modesta casita de un pueblo situado al oeste del Mississippi… un lugar miserable y sucio”. Pobre como una rata, tiene la fortuna de vivir bajo la tutela de una mujer, Sarah Shepard, que le instruye, le viste y le consigue un trabajo digno. A los diecinueve años, en septiembre de 1886, nuestro protagonista decide conocer mundo. Comienza la odisea de un tipo tímido, introvertido y trabajador que tiene grandes ideas en la cabeza.

Anderson describe hombres y máquinas, y cuenta cómo los primeros inventaron y construyeron las segundas para orgullo y enriquecimiento de algunos y miseria de otros. Porque el protagonista de nuestra historia es todo un inventor: “Desde Bidwell a todas las granjas y hacienda del mediodía de Ohio el nombre de Hugh McVey se hizo célebre. Su máquina de segar llevaba el nombre de McVey pintado en letras blancas sobre un fondo rojo en uno de los lados de la máquina”.

“Pobre blanco” habla de un inventor y de los ambiciosos seres que le rodean, pero sobre todo de los trabajadores que sufren los cambios laborales que provocan esas máquinas, ese nuevo concepto de éxito. El desarrollo industrial, un “sistema social que admitía la existencia de fábricas cuya escala de jornales la dictaba el capricho o el criterio de un hombre o de un grupo de hombres”.

Una novela tan melancólica como su protagonista, un triunfador que no olvida sus raíces, que sufre por los que le rodean, que duda de sí mismo, que tiene dificultades para amar (y para se amado), que reniega de ambiciones desmedidas y sueña con vivir una vida normal. La puerta trasera del sueño americano. Emocionante.

España es un cementerio

Los campos y cunetas de nuestro país están repletos de cadáveres. Nada nuevo, ¿verdad? Es bien conocido el desprecio del poder por muchos de aquellos que lucharon y murieron por la libertad y la democracia, hombres y mujeres cuyos restos y memorias han sido abandonados por todos los gobiernos. Teniendo en cuenta esta increíble realidad, quizá lo que quiero contarle hoy le parezca una minucia, una frivolidad…

Me gustaría hablar de otros cuerpos, de otros huesos, de otros restos abandonados en campos y cunetas. El pasado 23 de abril aparecieron nueve cadáveres de galgos ahorcados en Fuensalida (Toledo). La punta del iceberg. Es bien conocido que miles de estos perros son apaleados, quemados vivos o colgados del cuello hasta la muerte cada año, cuando dejan de ser útiles, cuando ya no corren lo suficiente como para cazar, cuando no merece la pena alimentarlos hasta la temporada próxima. Se habla de 50.000 galgos muertos por temporada de caza.

Yo he visto, y he escuchado, a un galgo ahorcado. Fue hace muchos años, cuando era un niño. El animal colgaba, como en la fotografía, de la rama de un olivo en un campo de Navalcarnero. El sonido era tan atroz, los movimientos del animal tan espantosos, que quede absolutamente bloqueado. Pese a que apenas fui capaz de darme la vuelta y marcharme, jamás olvidaré una agonía tan terrible. Entonces era una práctica habitual: el perro inútil no merecía una muerte digna, no valía una inyección letal, ni siquiera un cartucho. En 2013 seguimos con las mismas miserias. Una vieja costumbre que quizá se haya convertido en eso que llaman tradición, y que da permiso para cualquier barbarie en nombre de patrones culturales heredados.

Vivimos en un país donde todavía matamos a los animales colgándolos del cuello en una encina. No querrá que tratemos mejor a los perros que a las personas ¿verdad? Perdone que insista, pero recuerde que los huesos de algunos de nuestros mejores ciudadanos permanecen abandonados en las cunetas.

Quizá no se pueda esperar gran cosa de este país de cafres, que soporta indiferente a unos políticos que, además de ser incapaces de solucionar los problemas básicos de la población, mienten y roban. Un país corrupto que vive entre muertos. Un país bárbaro que continúa ahorcando perros. Un país que es un cementerio.

Pinchando aquí puedes firmar para que los ahorcamientos de galgos en Fuensalida no queden impunes.

 

Un motivo para NO ver la televisión

El rey oso.

Autor: James Oliver Curwood.

Editorial: Barataria.

El libro de hoy habla precisamente del amor por los animales, y de lo innecesario y cruel de la caza moderna, aquella que no sirve para alimentar al cazador. Y nos recuerda que el hombre es el único animal que mata por placer: “Hay muchas cosas que no conoces y que ignorarás hasta que las veas. Es como lo que decías hace poco de que el supremo goce de la caza no es precisamente matar, sino dejar vivir”.

James Oliver “Jim” Curwood es uno de los grandes escritores norteamericanos de aventuras. Reportero para un diario de Detroit a comienzos de 1900, cuentan que vio la luz como escritor conservacionista tras un viaje por las montañas Rocosas de Canadá. Esas cumbres despobladas y salvajes en las que tiene lugar la historia que cuenta este libro: la lucha por la supervivencia del gran oso gris Thor, de su colega el pequeño oso negro Muskwa, y de los dos cazadores que siguen sus pasos, Jim Langdon y Bruce Otto.

“El rey oso” es una defensa apasionada de los espacios naturales vírgenes, y de sus habitantes, esos animales que comen y son comidos siguiendo códigos ancestrales. Códigos que son reventados por el hombre, capaz de romper el equilibrio natural con un disparo efectuado a más de 300 metros de distancia. Curwood cuenta una persecución y una huida. Los hombres tras los osos. Una excusa para hablarnos de los habitantes del bosque, de sus costumbres, de sus conflictos y sus amoríos. Linces, tejones, águilas, cabras montesas, buhos… Y los perros de los tramperos persiguiendo a los osos.

En “El rey oso” hay páginas, muchas, que recuerdan a los mejores Zane Grey y Jack London, y por supuesto a “El trampero” de Vardis Fisher, otro gran amante de la Norte América salvaje. Ese deambular errante por valles y montañas, esos rastreadores que siguen las huellas de grandes machos, esa forma de vida basada en una libertad irrenunciable.

Jean Jacques Annaud se basó en este libro para su película “El oso”