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Cabeza de cochinillo

Mi buen amigo Javier Casqueiro, redactor jefe de El País y auténtica autoridad en política nacional, exigía el otro día en su interesantísimo blog “Entre moquetas” un respeto para el todavía presidente Zapatero. Le abuchearon, al presidente, al bajar del coche el día de la Constitución : “Hay que tener mucho rencor, memoria destructiva, resentimiento, mala baba, el corazón espeso, la mezquindad en el cerebelo para vivir en la desdicha de levantarse un día festivo, con ese frío, y llevar a los niños o incluso a los nietos a gritar “¡fuera, fuera!” al coche blindado y con los cristales tintados de una persona que se ha dejado buena parte de sus últimos ocho años de vida en su trabajo -más o menos afortunado, ese es otro debate- por el conjunto de todos los españoles. Esa actuación requiere un examen psicológico, no un análisis o post político. ¡Qué ejemplo!”.

Casqueiro exige un examen psicológico a aquellos que silbaron a Zapatero. Silbar es una muestra de rechazo indolora, agresiva únicamente en lo sonoro, que solo puede producir daños en la autoestima. Se silba a Ramoncín cuando desafina, al operario de la sala de cine cuando se desenfoca la imagen o a Sergio Ramos cuando el centro se le marcha a la grada. Una forma de protesta, el abucheo, que admite combinaciones más o menos ingeniosas: en el Nou Camp a Figo, entre silbido y silbido le tiraron una cabeza de cochinillo. Nada importante. Tras el concierto de pitidos Ramoncín, el operario, Sergio Ramos e incluso Figo superaron el mal rato sin ayuda de especialistas o medicación. Y, que yo sepa, no arrastran traumas irrecuperables. Son gajes del oficio.

No entraré en si, a lo largo de estos años como presidente, Zapatero ha desafinado más de la cuenta, ha desenfocado una barbaridad o ha perdido muchos o pocos balones. Pero me gustaría recordar que, solo unas horas antes de que la gente le abucheara, el todavía presidente había indultado a Alfredo Sáenz, consejero delegado del Banco Santander. El banquero, condenado a tres meses de prisión e inhabilitación por el Tribunal Supremo, solo tendrá que pagar un máximo de 3.000 euros. El indulto impide la posibilidad de que Sáenz sea inhabilitado por el Banco de España.

Indultar es una cuestión peliaguda. Un ejercicio veleidoso y arbitrario que suele ser la guinda de políticas autoritarias. Cuentan que Franco lo hacía para celebrar sus erecciones: apenas una docena de indultos en cuarenta años. Y que Idi Amin indultaba a quienes se comía para que la carne supiese menos a bilis.

Indultar no es democrático, ni progresista, ni socialista. Indultar es autoritario, despótico y profundamente injusto. Para silbar a alguien que acaba de indultar a un banquero no hace falta tener, como dice Casqueiro, “mucho rencor, memoria destructiva, resentimiento, mala baba, el corazón espeso o la mezquindad en el cerebelo”. Para silbar al Zapatero que, con la que está cayendo, indulta a un banquero, quizá solo hay que tener un poco de sangre en las venas.

Pero la cosa no queda ahí. Con el eco de los famosos silbidos aún resonando, el indultador volvió a las andadas y levantó la pena a dos directivos de Azucarera Ebro condenados por fraude a la Unión Europea. La Audiencia Nacional les impuso en su día penas de nueve años y seis meses de cárcel por delitos contra la Hacienda de la Comunidad Europea y falsedad en documento público y mercantil, en un fraude que ascendió a 27 millones de euros.

Si ésta va a ser la línea de Zapatero, el indultador, en sus últimos días de gobierno, algunos energúmenos podemos llegar a pensar que el silbido se queda pequeño. Echamos de menos la cabeza de cochinillo.

 

Un motivo para NO ver la televisión

El Ejército Furioso

Autora: Fred Vargas.

Editorial: Siruela.

Gustan mucho los muertos vivientes en estos tiempos de crisis. Televisiones, cines y librerías rebosan zombis, vampiros y demás cadáveres en movimiento. Por eso resulta especialmente oportuno el tema elegido por la francesa Fred Vargas para su nuevo libro: el Ejército Furioso, una hueste de cadáveres andantes que imparte justicia en una pequeña población normanda. La tropa, una leyenda medieval que mantiene aterrorizados a los vecinos, ha regresado para sembrar de cadáveres de maleantes la región. O al menos eso piensa una señora que busca la ayuda del entrañable comisario Adamsberg para resolver el misterio.

Pero la cosa no queda aquí. Vargas añade a esta trama, ya de por si densa y compleja, un puñado de personajes increíbles: un joven pirómano, un palomo torturado, un hijo reencontrado… Con estos elementos la escritora parisina escribe una historia tan negra como fantástica, tan policiaca como macabra. Vargas en estado puro.

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